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Tribuna:
Tribuna
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Nuestros tres colores

Las últimas apariciones públicas de la candidata socialista no deberían irritar ni decepcionar a los franceses que aún se consideran de izquierdas, ya sean segolenistas o no. Restituir al pueblo sus tres colores, decirle que éstos lo hacen más universal y, de paso, más europeo, recordarle que amar a Francia es el mejor medio para conseguir que lo hagan los recién llegados, subrayar que, para alcanzar nuestras conquistas sociales, antes fue necesario que la nación tuviese "alma" (según la expresión de Renan)..., no debería suscitar la más mínima polémica. Tengo que decir que yo estuve en la escena del crimen y no me pareció que aquella noche, en Marsella, nadie se escandalizase al escuchar La Marsellesa.

Hace mucho tiempo que no voy a los mítines. El último había sido uno de Mitterrand en Toulouse, en 1981, que aquel día se superó a sí mismo. No fue el caso de Ségolène, el jueves 22 de marzo. Pero eso es precisamente lo que me desconcierta: que con tal economía de medios haya podido suscitar tanto entusiasmo y tan a menudo.

Pero, volvamos a la noche de autos. Más de ocho mil personas llevan una hora esperando, con el fervor de una militancia colorista y a veces estruendosa, en la gran sala del Domo. El acto se abre con una presentación de la candidata a cargo de Edmonde Charles-Roux, que no en vano está en su tierra. Y luego, llega Ségolène, frágil y luminosa, a paso lento. Contempla a su público con alegría, pero sin sorpresa. Todo va como esperaba. No trae en las manos ni una nota, ni un texto, nada que recuerde a aquello que antaño llamábamos "chuleta" y solía esconderse en la palma de la mano o en el brazo. Pero eso no le impide pronunciar, sin el menor lapsus ni vacilación, una alocución perfectamente estructurada durante dos largas horas.

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Siempre he admirado la desenvoltura de esos grandes artistas que son, o más bien fueron, los políticos. Gracias a la emisión de Jean-Noël Jeanneney los sábados por la mañana ("Concordancia de tiempos"), todavía podemos hacernos una idea en Francia de lo que era la elocuencia -aunque, por supuesto, una elocuencia emparentada en cierta medida con la de la Comedia Francesa de finales del siglo XIX-. Lo de Ségolène es otra cosa. Sencillamente porque esta mujer no es elocuente en absoluto. No tiene nada del tribuno, ni tan siquiera del orador. Ni los efectos gestuales, ni las variaciones del timbre. Solamente, y de vez en cuando, una articulación más marcada, más insistente.

Sé que es una mujer guapa. Y si sólo fuese eso, podríamos decir que, si su nariz, como la de Cleopatra, hubiera sido más corta, la faz del mundo habría sido distinta. Pero no es así. A decir verdad, cuando veo a la candidata, me vienen varias imágenes a la mente. En mi juventud, leíamos con gusto a los grandes autores rusos: Tolstói, Turgueniev, Chéjov y, por supuesto, Dostoievski. A menudo, el novelista de turno evocaba a una aya francesa de buena familia, a cuyo cargo corría la educación de los hijos de la aristocracia rusa. Los libros que leía por entonces no tenían ilustraciones, pero, la primera vez que vi a Ségolène, no me hubiera extrañado oírle alabar los progresos que hacían en francés los nietos del zar. Debo confesar que, al principio, la encasillé en ese papel novelesco y, para no dejarme nada en el tintero, que compartía las reservas de mi colega y amigo Alain Duhamel respecto a las posibilidades de nuestra candidata. Digamos que me retracté rápidamente. Y ahora le invito a hacer lo mismo.

Aquel famoso jueves por la noche no pude evitar preguntarme qué era lo que seguía molestándome de Ségolène. Lo primero es que, después de afirmar con cierta vehemencia que había vuelto a ser ella misma, que no le debía nada a nadie, que la invocación a los antiguos líderes no modificaba su actitud en absoluto, hubiese cabido esperar que insistiese más en los temas que, precisamente, habrían confirmado su independencia y dado pruebas de su audacia. Ciertas palabras no podían faltar a la cita: familia, orden, trabajo. Pero a la candidata no le pareció oportuno recordar, como hiciera en otros lugares, y no sin osadía, hasta qué punto la suerte de los trabajadores franceses depende de los convenios europeos y de los azares de la mundialización.

Ségolène insistió con fuerza y talento en la necesidad que tiene Francia de renovarse, de reaccionar, de rejuvenecer. Pero ¿su paso por Poitou no le ha llevado a esperar de la descentralización las soluciones que los liberales esperan de la privatización? Aún no hemos visto ni rastro de esa socialdemocracia tan esperada por una gran parte de los "modernos".

Pasemos ahora al "escándalo": esa misma noche, Ségolène osó invitar a los asistentes a entonar La Marsellesa, explicando perfectamente lo que este himno tiene de revolucionario. Ella simplemente intentaba recuperar un bien que los nacionalistas chovinistas habían robado a los patriotas. Pero sin cargar las tintas. Porque hubierapodido citar el gran discurso de Lamartine y apelar a los precursores de 1793. Por otra parte, qué duda cabe, hubiera debido preocuparse de añadir una bandera europea a la tricolor. Pero ¿es realmente necesario abandonar siempre los tres colores en manos de Le Pen y sus secuaces fascistas, igual que les hemos dejado -a pesar de Michelet- apropiarse de Juana de Arco? ¿Chovinistas, los tres colores? Hay que recordar de una vez por todas que para disfrutar de la libertad, para establecer la igualdad y practicar la fraternidad no es necesario delimitar un territorio. Esos tres conceptos son universales.

Ségolène Royal sin duda ha sabido mostrar que para dar el combate por la identidad nacional no hacía falta un peligro exterior -como en 1792-. Hubiera podido citar a Clemenceau, cuando le decía a Jules Ferry, en 1885: "Mi patriotismo está en Francia". Pero ella estaba hablando en Marsella, donde viven 150.000 musulmanes, 80.000 armenios, 70.000 judíos y 80.000 comorenses, entre otros. Ségolène Royal ha resuelto el problema planteado por la diversidad sin precedentes de la nación francesa proclamando que todos aquellos que se encuentran en su territorio son "hijos de la República". Y, como tales, tienen derecho al trabajo, a la vivienda y a la seguridad. Enfatizando cada sílaba de esta frase, quiso subrayar la fuerza de sus convicciones. Y es cierto que ésa podría ser la única línea posible para la izquierda.

Queda el penoso y delicado problema de saber, cuando uno es de izquierdas, si se puede acoger o no toda la miseria del mundo y si Francia está en condiciones de transformar en hijos de la República a todos aquellos a los que acoge. Este problema viene emponzoñando los debates desde hace alrededor de treinta años. ¿Qué hacer con los sin papeles? ¿Qué hacer con sus hijos ya escolarizados? ¿Cómo evitar el efecto llamada que produce sobre los emigrantes clandestinos la facilidad para obtener la nacionalidad francesa gracias a sus hijos? ¿Encontraremos dinero para garantizar ese famoso codesarrollo que se ha convertido en la panacea de los tres principales candidatos y consiste en ayudar a los países a retener a sus súbditos detrás de sus fronteras? Son problemas inmensos, pero a los que se puede encontrar respuesta, a condición de hablar claro y no dejar que ni Sarkozy, ni Le Pen ni Villiers los acaparen. De hecho, la verdad es que, en este tema, como en el de la energía nuclear y algunos más, se impondría una política de consenso. Pero ésta no es la palabra más adecuada para pronunciar en pleno periodo electoral.

Basta de caras largas. A medida que se acerca el 22 de abril, y que los debates entre los tres principales candidatos se multiplican, casi todos los temas habitualmente ignorados salen a la palestra con la mayor solemnidad. ¡Menos Europa! ¡Menos el mundo! Sobre estas dos cuestiones, a decir verdad ineludibles, los tres principales candidatos no se muestran precisamente elocuentes, ni precisos, ni, por lo demás -y esto es lo más curioso-, tan diferentes. Ya nadie sabe dónde han ido a parar los millones de franceses que votaron no al Tratado Constitucional, que votaron contra esa Europa cuyo quincuagésimo aniversario estamos celebrando. Sólo se sabe una cosa, y es que ¡el 65% de los franceses encuestados se consideran europeos! Así que me gustaría saber por qué El himno a la alegría no se oye tanto como La Marsellesa.

Jean Daniel es director de Le Nouvel Observateur. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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