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Columna
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Domingo de Ramos

Hoy es Domingo de Ramos y como estas líneas están escritas dos días antes, no sé si está lloviendo o haciendo sol. Seguro que no soy la única que tiene asociado este día a un sol radiante y el Viernes Santo a tormenta y nubarrones. Son sensaciones que se arrastran desde la infancia de los libros de historia sagrada que se estudiaban entonces, en que en una lámina Jesús entraba triunfante en Jerusalén montado en burro y en otra había tres solitarias cruces en el Calvario bajo un cielo tenebroso. Una escena era alegre y la otra de una soledad aplastante. De hecho, en el libro se decía que el día de la crucifixión la tierra tembló, que es más o menos lo que se siente en los momentos de desesperación. Había otra lámina más, que se despegaba del realismo de las dos anteriores, en que Jesús ascendía a los cielos en un halo de luz tras resucitar.

Es admirable la sencillez, mitad realista, mitad mágica; mitad humana, mitad divina, del relato de la vida de Jesús

¡Vaya historia!, me encanta. He de decir que siempre me siento un poco intrusa hablando de estas cosas porque fui una de las pocas niñas de mi generación que no asistió a un colegio de monjas y que sólo me acercaba por la iglesia en bautizos, bodas y comuniones, lo que en el fondo me hacía sentirme un poco fuera del sistema. Aun así, fuera del sistema y todo, cuando llegaba la Semana Santa, se quisiera o no, había que vivirla a la tremenda porque se cerraba todo local con un mínimo de aire festivo y tanto en la televisión como en el cine sólo se pasaban películas religiosas y procesiones. Era llegar la Semana Santa y no tener nada que hacer salvo ponerte un capuchón morado y arrastrar una cadena con los pies descalzos en un paso.

Sin embargo, ahora que hay de todo me hincho a ver procesiones en la televisión. Me gustan, me emociona la emoción de la gente, su colorido, su barroquismo o la sobriedad que impera en las de Madrid. Este año por cierto no pienso perderme la Procesión del Silencio, que es la que mejor nos viene en estos momentos. Metería en ella a unos cuantos para que durante ese rato nos dejen vivir en paz y sin ira.

No sé si los creyentes acérrimos, los que se toman todo esto como dogma de fe, son capaces de apreciar la libertad creativa que encierra el relato de la vida de Jesús. El caso es que la religión es un patrimonio cultural tanto para ellos como para aquellos a quienes a los que ésta nos parece una de las historias mejor contadas.

Es admirable su sencillez mitad realista, mitad mágica; mitad humana, mitad divina. Su argumento se resume fácilmente: al mundo de los seres humanos llega otro ser superior, más elevado, para mostrarnos un camino espiritual. Siente compasión por nosotros porque somos unos descerebrados crueles, que, en sus propias palabras, no sabemos lo que hacemos, y la verdad es que algunos milenios después continuamos igual o peor.

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Pero claro, para comprendernos de verdad este ser con poderes extraordinarios ha de ser uno de los nuestros y sentir nuestras pasiones y deseos y también nuestras limitaciones, ha de vivir en un momento histórico y social concreto, por lo que nace, crece y muere como cada quisque, aunque sabremos que es un ser especial y, por tanto, el que ascienda a los cielos no lo consideraremos un giro completamente gratuito en la narración porque desde el mismo momento de su atípico nacimiento su existencia irá acompañada de unas cuantas pinceladas sobrenaturales sabiamente repartidas hasta el final apoteósico con el advenimiento del Espíritu Santo, representado en la lámina con una paloma.

Los evangelios transmiten palabras sabias sin ninguna retórica ni floritura, que ya quisiera para sí un publicista -"Dejad que los niños se acerquen a mí", "los últimos serán los primeros", "poned la otra mejilla", "todo está consumado"-, que han logrado sobrevivir, incluso para los que no somos religiosos practicantes, por su sencillo envoltorio.

También transmiten sensaciones poniendo cierto énfasis en el dolor, y sobre todo unas cuantas imágenes de una eficacia bestial, como la última cena, que aún está en explotación comercial, o como los objetos simples y enigmáticos de la copa, la sábana, la cruz, la corona de espinas.

Pero por encima de todo, lo que les confiere su gran credibilidad es que llevan el marchamo de "basados en un hecho real".

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