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Columna
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Tranvías de mulas

Hace años que tengo en mi casa, colgada en el lugar por donde paso con más frecuencia, la ampliación de una excelente fotografía que calculo tomada en los primeros años del siglo pasado. Alguien tuvo la excelente idea de reproducir algunos afortunados clichés y traficar con las copias. Me la regaló mi recordado amigo Ramón Urbano y parece tomada desde los balcones de lo que fue mi primer domicilio familiar, en el número 19 de la calle de Toledo. Representa el primer tramo de esta importante arteria y se ve de refilón el resto del edificio, que sobrevive, por la solidez de las construcciones de antaño. Hace esquina con las calles Imperial y de la Lechuga y en los bajos estuvo instalado el Café Nacional, desaparecido hace tiempo. A pocos metros, a la derecha, la bella plaza Mayor, y más abajo, la iglesia que fue catedral y el Instituto de San Isidro, donde, a los nueve años, me examiné de ingreso y primero de Bachillerato. Contigua, la plaza de la Cebada y vecino el malaventurado teatro Novedades, que se incendió tiempo después, con un saldo centenario de víctimas. Me fascina esta foto, hecha quizás 20 años antes de que yo naciera, y, colgada en el pequeño hall, es lo que veo al salir y entrar en mi vivienda, lo que ahora hago más veces de las necesarias, para recoger las llaves, las gafas, el bonobús, el paraguas, la gabardina o que no he desayunado. ¡Cabeza mía!

La foto es nítida, de notable perfección y no ha perdido calidad, sin que se perciban los necesarios retoques, en ese aumento de, al menos, diez veces el cristal del negativo, tomado, sin duda, por un artista. Fue captada, casi exactamente, a las 12 horas, el mediodía de un cálido verano. No hace falta ser un Sam Spade o un Sherlock Holmes para tal deducción. En la calle se ven unas cuantas personas y cosas y la sombra es muy pequeña, indicio de que el sol cae verticalmente. En la acera de enfrente, nueve tiendas, ocultas tras enormes piezas de lona en tonos claros y alguna ancha franja, predominando las horizontales. Es patente que los toldos sirven para resguardar escaparates, clientes y tenderos de los inclementes julio y agosto madrileños. Imagino que, de cuando en cuando, serían empapados con agua, si bien la consiguiente evaporación nada bueno augura. Parecida protección se observa en ventanas y balcones. En algunos, las persianas de listones de madera cuelgan sobre las barandillas. Era el aire acondicionado de la época, el intento de mitigar el bochorno que, entonces, era más inmisericorde que hoy, con el complemento del abanico, del pay-pay y el chorrro claro que mana del sudado botijo, que huele a esas gotas de anís que daban sabor al agua de la Fuentecilla.

Estremece pensar en la incomodidad de las vestimentas: las mujeres con faldas hasta los talones, con guarnición de enaguas y refajos; los hombres que no dejaban la pana en todo el año la mayoría y los pudientes vestidos de rayadillo y canotier. Aquella balbuceante burguesía soportaba la canícula con camisas de cuello duro y puños almidonados. Pienso que esa vestimenta, en plena y abrasada meseta castellana, obliga, por fuerza, a pensar mucho en uno mismo. Probablemente mal.

Varias cosas se deducen: no hay aún tendido eléctrico para los tranvías y puede especularse que muchas casas aún se alumbran por el mismo gas que alimenta a las farolas. Por cierto, ya algo mayor recuerdo que, aun después de la Guerra Civil, o sea, en los años cuarenta, había faroleros en Madrid que iban prendiendo los fanales callejeros con una larga pértiga que hacía llegar la llama hasta arriba. Tampoco existía el agua corriente en la mayoría de las viviendas, de ahí el fornido aguador, que cruza la calzada con un tonel sobre el hombro derecho, que debe contener unos 20 litros.

Dos caballeros con chistera, otro con bombín, cuatro ciudadanos cubierta la cabeza con sombreros flexible y dos con jipijapa que confirma la época estival. Otro par de ellos se tocan con gorras -o parpusas, que aún dicen los castizos-. Cinco personajes son mujeres, con sayas largas y cabellos tirantes; una niña con una larga trenza hasta la cintura y un hombre de uniforme y destocado que cabe suponer sea bombero del parque en la vecina calle Imperial.

Lo más voluminoso es el tranvía, arrastrado por mulas, naturalmente. En aquel preciso instante, al pie de la pequeña cuesta que lleva hasta la plaza, en aquel tramo se producía el relevo de los animales, el enganche de bestias de refresco para acarrear el vehículo -el número 66- la dura pendiente. Se distingue en la trasera un soldado en uniforme veraniego, tocado con el bonete cuyo nombre no recuerdo. También suben dos calesas, mejor dicho, dos coches de alquiler, simones se llamaban. Se cruzan con dos carros, de cuatro mulas cada uno, con los arrieros llevando del ronzal a la que va en vanguardia.

Parece, desde arriba, un cuadro de Pizarro, reflejando una sociedad pobretona. Aunque -¡oh, maravilla para nuestros ojos!- en aquella calle concurrida se echan de menos dos maldiciones con las que convivimos hoy, entrados en el siglo XXI: ni un solo automóvil sobre los adoquines, ni una sola antena de televisión en los tejados, terrazas y buhardillas. Aunque, eso sí, ¡cómo deberían oler los madrileños en agosto! No creo que mejor que los cuadrúpedos que arrastraban el tranvía.

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