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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Mirando hacia atrás sin ira

"ERAN LAS 6.50 del día 25 de marzo del año 1957, dos mil años y quince días exactos después del asesinato de César en este lugar, cuando la campana de la torre capitolina anunciaba a los romanos y al mundo el nacimiento de una nueva ilusión y una nueva esperanza en la hace sólo 10 años desesperada y desilusionada Europa. Fuera llovía...". Con semejante retórica, el corresponsal de La Vanguardia en Roma anunciaba a sus lectores el acto de la firma de los tratados que daban vida a la Comunidad Europea de la Energía Atómica y a la Comunidad Económica Europea. La "Pequeña Europa" echaba a andar.

Hoy han pasado cincuenta años más desde el asesinato de César y medio siglo de existencia de aquellas Comunidades crecidas en Unión. Había que tener imaginación para relacionar aquel asesinato con este nacimiento, pero no era imaginación lo que le faltaba a Augusto Assía, como tampoco carecía de ella el inefable Julián Cortés Cabanillas -muy famoso desde su estelar aparición en Vacaciones en Roma, de William Wilder-, que describió para los lectores de Abc con todo lujo de detalle el marco de la firma, resumen de la belleza y la grandeza universal de la ciudad eterna: las paredes de "la sala de los Horacios y de los Curiacios en el palacio de los Conservadores de la cumbre capitolina".

Sus lectores, mientras tanto, se aprestaban a conmemorar el XVIII aniversario de la victoria de nuestra cruzada por Dios y por España, como decía el general Franco por aquellos días a Víctor de la Serna. El mismo Abc mostraba su entusiasmo editorial por la consolidación de "la estructura política de la Nueva España", o sea, la sustitución del "ya arcaico y fosilizado sistema del sufragio universal" por la democracia orgánica. No pasarían más de dos años para que el caudillo manifestara su confianza en que la integración de los Estados europeos se llevara a cabo sobre "el supuesto indeclinable de respeto a la personalidad real e histórica de cada país como una unidad de destino en lo universal".

"El pasado es un lugar extraño; allí hacen las cosas de otro modo", escribió poco antes Leslie P. Hartley en el arranque de The Go-between. Más extraño es todavía -o más extranjero, si se traduce literalmente la célebre frase- cuando se ha vivido en él, cuando en lugar de tener un pasado, vivíamos en y del pasado: victoria, cruzada, Dios, España, democracia orgánica, unidad de destino en lo universal: qué cosas nos pasaban. Y con tal bagaje pretendía Fernando Castiella que España fuera admitida en la Comunidad Económica Europea en el año 1962, meses antes de que su Gobierno montara el gran escándalo internacional a propósito del denostado contubernio de Múnich.

Hubo que esperar, claro, no un año ni dos, sino cerca de treinta, para salir de aquel país extranjero que fue nuestro pasado hasta que, finalmente, en 1985, un agotado pero feliz equipo de duros negociadores anunciara la llegada a la tierra prometida. De entonces acá, todo lo que ha procedido de Europa ha servido como un impulso para salir de aquel sistema de democracia orgánica y de unidad de destino; sólo quedan por apagar los rescoldos humeantes del Estado nacional-católico para completar la faena. Esos restos -financiación de la Iglesia, catequesis en los colegios, obispos ultramontanos- y la inagotable capacidad española para seguir dando vueltas y vueltas al eterno problema del problema de España: otra vez banderas al viento, tan evocadoras de montañas nevadas.

Se diría que aquel impulso, que por unos años nos hizo ser más europeos que los seis firmantes de los Tratados de Roma juntos, se ha extinguido, dejando todo el campo abierto para nuestras viejas y ensimismadas querellas. No vendría mal un nuevo empujón y, enviando la religión al horario extraescolar, aprovechar la sugerencia de la canciller alemana para introducir en los primeros niveles de enseñanza una historia de Europa trans o posnacional, que ponga en cuestión el mito de las identidades nacionales, multiplicadas en los últimos tiempos de manera risible, pero no por eso menos amenazadora -hay ricas subvenciones que repartir-; que familiarice a los jóvenes con un tiempo en que ni las naciones ni los Estados nacionales existían, y que plantee, por ese mismo hecho, la posibilidad de que un día dejen de existir, o se transmuten en otra cosa.

Entonces sí que habríamos salido de la victoria de la cruzada por Dios y por España, que era lo que celebraba, hace cincuenta años, aquel país extraño o extranjero, nuestro pasado, mientras a Augusto Assía y a Julián Cortés Cabanillas se les caía la baba contemplando en Roma las cumbres capitolinas.

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