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Columna
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Monstruos

El perro verde, el ratón colorado, los locos y las colinas que les sirven de retiro: ya a la hora de elegir el título de sus programas, de su programa, el mismo que ha realizado durante toda su carrera bajo las máscaras de nombres diferentes y escenografías mínimamente retocadas, Jesús Quintero quería dar a entender al público que iba a enfrentarse a un producto cortado por un patrón distinto al de los demás, a una excepción, algo más extraño que lo que puebla los museos y las clínicas y sirve de reclamo de aburridos en las carpas de las ferias. Para lograrlo, el espacio de Quintero recurrió precisamente a esos modelos, museo, clínica y feria. Una vez a la semana, a horas variables de la noche o la madrugada, el hombre de pelo rizado hacía que el humo de su cigarrillo abocetara figuras de ofidios y lombrices sobre la luz de los focos y dejaba hablar a sus monstruos. Eran un curioso elenco recogido en los márgenes de la vida, allá donde van a desaguar los sumideros de la humillación, el desengaño y la derrota, seres marcados en algún punto del cuerpo o del alma por un estigma que hacía al resto del rebaño contemplarlos como víctimas de algún milagro terrible, como al Lázaro resucitado, con una combinación de pasmo y repugnancia. Por su mesa de cristal, teñida por las lámparas del color del whisky y el lomo del tigre, han circulado asesinos jubilosos, artistas a contramano, acróbatas de las ideas, sinvergüenzas elevados a filósofos, iluminados sin luces, todos corredores de fondo, atletas de la voluntad que perseguían o eran perseguidos, que huían de una fatalidad con dientes demasiado afilados o intentaban alcanzar un porvenir sin ventanas tapiadas. A través de sus encuentros con vagabundos, convictos, bohemios y parias, Quintero fue tratando de convencer al espectador de una visión del mundo que a los más incautos, quiero decir, a los consumidores del culebrón y la televisión precocinada, le resultaba extraña y brutal, pero que despertaba el aroma de los platos fuertes en paladares más osados. Según sus enseñanzas, el monstruo no tiene por qué lucir escamas, no vive oculto en bosques ni encadenado en el fondo de la cueva del tesoro: monstruo es el hombre de la corbata con el que cada día te cruzas en el ascensor, monstruo es la señora de la limpieza, monstruo, también, eres tú debajo de tus gafas.

Alega el presentador que el estrés, que es la manera plastificada de definir el aburrimiento o la fatiga, le impide continuar con el programa por un solo segundo más. Dicen quienes le han rozado que la frecuentación de criaturas preternaturales había terminado por convertir a Quintero en otra pieza de exposición: no se puede invitar a cenar a Drácula o el Hombre Lobo y pretender retirarse a la cama con el cuello intacto. Poco a poco, en su galería de los horrores fueron infiltrándose otros seres, animales no menos exóticos e inquietantes que aquellos tullidos del corazón que solía recoger en las esquinas de los arrabales, y se colaron integrantes de esa fauna que vive de las revistas y se enriquece con una imitación grotesca de la labor del cirujano, exhibiendo a la vista pública las vísceras propias y las ajenas. En sus últimas emisiones, el loco de la colina había enloquecido más que nunca y casi era incapaz de distinguir a quién había llevado a compartir la humareda de su cenicero: se hizo patente que un canal público, nacional o autonómico, no debería patrocinar chistes de pésimo gusto, melopeas dictadas por la borrachera o conversaciones sobre las intimidades de alcoba de un torero caído en desgracia. En resumidas cuentas, durante una buena porción de años que abarca dos décadas Jesús Quintero supo ofrecer a su clientela un tipo de espectáculo nunca acomodaticio, que rompía valientemente con los cánones establecidos del buen gusto y las nociones más adocenadas de lo que deben ser la información y el entretenimiento, que dejaba vapuleados y en la cuneta los ideales de belleza, fe y éxito que nos han habituado a profesar los concursos familiares. Luego, engullido tal vez por sus propias creaciones, también él se convirtió en un juguete roto y se rindió a la evidencia: quien camina entre basuras acaba por desprender un pésimo olor.

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