Camp de Tarragona
Dos ciudades importantes, Reus y Tarragona, que distan poco más de una decena de kilómetros; un puerto de grandes dimensiones; un aeropuerto cada vez más activo y con capacidad de desarrollo; una estación de tren de alta velocidad de reciente creación; un puntero e inmenso parque de atracciones alentando un polo turístico, antiguo y consolidado, con centro en Salou-Cambrils; una de las sedes más importantes de la industria petroquímica española; un territorio amplio y fértil, claramente definido desde el punto de vista geográfico, bien estructurado y jerarquizado por una amplia red de municipios; un clima inmejorable; un pueblo de cultura bien enraizada en sus notables tradiciones, con un potente equipamiento educativo y cultural y una demografía en desarrollo; todo ello a un centenar de kilómetros de Barcelona, capital de una región europea de primera línea y a la vez centro de un espacio metropolitano con inconfundibles síntomas de saturación. A la vista de este inventario, no hace falta ser un experto en planificación regional o estratégica para aventurar que nos hallamos ante la segunda área metropolitana de Cataluña o, si se prefiere, la que va a serlo en un futuro próximo.
Cabría lógicamente pensar que se sacarían las conclusiones de lo acontecido en el espacio metropolitano barcelonés para no repetir los errores y que se aprovecharían las idóneas condiciones estructurales del espacio tarraconense para configurar un área metropolitana de nuevo cuño y ejemplar. Sin embargo, no ha ocurrido así, antes al contrario, resulta imposible apreciar sobre el territorio la menor señal de planificación metropolitana. Las iniciativas, múltiples, se suceden sin coherencia alguna. Por ejemplo, se inaugura la estación del tren de alta velocidad en un lugar que, pudiendo ser de alto valor estratégico, parece pertenecer a una especie de tierra de nadie, convertida en un nuevo Eldorado para los más arrojados constructores. Este nuevo, decisivo, foco de comunicaciones carece de casi todo lo que se supone debería corresponderle: enlaces por ferrocarril con las estaciones cercanas de Tarragona, Reus y Valls, un metro de superficie y unas carreteras funcionales para canalizar los flujos desde la red de ciudades tarraconenses hacia el nuevo centro de comunicaciones. En lugar de todo ello, se ha dispuesto alguna línea de autobús mientras podía asistirse a través de los medios a una pintoresca disputa territorial entre los taxistas de las poblaciones afectadas.
En ausencia de enfoque metropolitano las iniciativas en curso asolan el Camp de Tarragona. Así, se planean y se ejecutan autovías paralelas, separadas a lo sumo y en su punto más alejado por media docena de kilómetros, que atraviesan y destruyen, o van a hacerlo pronto, hermosos paisajes de agricultura inmemorial embellecidos por sabias geometrías campesinas y la impecable elección de cultivos: vides, olivos, almendros, algarrobos, cereales, en las partes no irrigadas; avellanos, frutales, hortalizas, en las zonas de regadío. Mientras se prepara o se produce tal despropósito, se desaprovecha una vía existente, la que enlaza Tarragona y Valls, sometiéndola a una ampliación fragmentaria y tímida, en lugar de transformarla en la autovía que dejaría sin justificación alguna aquella cuyo trazado espera en el papel a que llegue, a cualquier momento, la hora de desgarrar, a pocos metros de la vía existente, uno de los paisajes de relieve más suave, tal vez el paisaje más toscano de toda Cataluña, el que ha ido dibujando de la mano del tiempo el río Francolí desde las cercanías de Valls hasta las puertas de Tarragona.
Algún día acabará siendo inevitable, pero 10 años atrás hubiera resultado de un coste insignificante, unir por ferrocarril el cuadrilátero de ciudades en torno al cual se estructura el Camp de Tarragona, es decir, aquel que tiene por vértices la propia Tarragona, Reus, Valls y, sin duda, con una justificada e integradora cuña en la Conca de Barberá, Montblanc o, en su defecto, Alcover, si nos circunscribiéramos estrictamente a las comarcas del Camp. Para ello, hubieran debido aprovecharse los trazados ferroviarios existentes y sólo hubiera faltado completarlos con un nuevo y fácil tramo de una quincena de quilómetros que enlazara Valls y Tarragona, el cual, además, hubiera coincidido, aproximadamente en su punto medio, con la estación del AVE. La fluidez de personas y mercancías, la economía de recursos, la sostenibilidad e integración territoriales que una infraestructura tan obvia, de tan simple realización, hubiera deparado, de poderse medir, cuantificaría ejemplarmente no sólo la ineficacia de la política ferroviaria regional del Gobierno español, sino la imprevisión estratégica de que han hecho gala todos los gobiernos, lamentablemente sin excepción, que han ido sucediéndose a la cabeza de esta cada vez más hipotética nación catalana. Desde la perspectiva tarraconense, la desatención administrativa sólo puede calificarse de extrema. No obstante, es soportada por la población con una apatía y una capacidad de adaptación a las circunstancias verdaderamente asombrosas.
Porque no es de recibo, por elegir entre muchos este ejemplo, que un ciudadano que desee desplazarse en transporte público un domingo del año de gracia 2007 entre dos poblaciones como Reus y Valls no pueda hacerlo, por la simple e inaudita razón de que no existe ni un solo autobús que haga este servicio. Ante tal cero absoluto, se produce un denso silencio, silencio popular, silencio de las autoridades municipales, recubierto, eso sí, por un incesante, atronador, masivo torrente de coches particulares. Que alguien pruebe de andar, ya casi nadie lo hace, algunos kilómetros por aquellas carreteras comarcales y sentirá verdadero pánico, el pánico del individuo abandonado a su suerte en medio de algo tan ranciamente español como la furia, montada ahora en vehículos último modelo, que se extiende rápidamente.
Y qué decir de las autoridades municipales que parecen campar a sus anchas, recalificando terrenos y promoviendo en sus pueblos polígonos industriales en tierras agrícolas, que garantizaban, con sus más y sus menos, la sostenibilidad ambiental y cultural del área. En el caso que nos ocupa, lo absurdo y aleccionador de este proceder es digno de análisis. Tomemos la comarca del Alt Camp. Observamos en ella la proliferación de polígonos industriales por casi todos sus municipios, y son muchos. Pues bien, dicha proliferación se produce a escasa distancia del amplio, antiguo, relativamente bien equipado polígono industrial de la capital comarcal, Valls, que, a pesar de su desarrollo, conserva suficientes reservas de terreno como para permitir la absorción de las industrias que, en cambio, van desparramándose por todos los municipios de la comarca sin orden ni concierto. No deja de ser curioso que, cuando se cuestiona la división territorial de Cataluña en comarcas, se pierda la posibilidad de dar un contenido concreto, funcional, a este concepto, adjudicando a cada comarca la creación concentrada de un polígono industrial o, en casos excepcionales, de unos pocos, que estuvieran bien enlazados por transporte público con las poblaciones de donde provienen sus trabajadores, y cuyos beneficios se repartiesen entre los municipios comarcales en proporción al número de habitantes. No hace falta recordar las ventajas que esto reportaría en términos de economía de escala, de complementariedad industrial, de desarrollo territorial, de preservación medioambiental y de confort y ahorro personal.
En conclusión, de proseguir el actual estado de cosas, si no se entiende la necesidad de dar un giro copernicano a la manera de administrar este territorio introduciendo un quehacer metropolitano, sugiero que los gobernantes acudan una vez más a sus agencias de publicidad favoritas para que vayan pensando un nuevo nombre para designar esta área de Tarragona, puesto que el descriptivo, memorable, Camp pronto va a dejar de serlo.
Lluís Boada es economista, experto en planificación estratégica de desarrollo sostenible.
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