Einstein sobre el listón
Nada se hace más apreciable a los ojos de un niño que el territorio de lo mágico. Generalmente está asociado a un momento inesperado, una novedad tan deslumbrante y placentera que permanecerá para siempre en la memoria. ¿Cómo olvidar esos felices acontecimientos que no venían avisados y que permiten celebrar a los genios de verdad, a aquellos que tienen el don de inaugurar una nueva época? Y no se trata sólo de los grandes avances de la humanidad, de la deuda con los científicos, los pensadores, los artistas, los descubridores, los aventureros de cualquier ramo que se atrevieron a desafiar las convenciones. No hay admiración comparable que aquella que procuran los que se saltan los márgenes, sospechan de la rutina y se adentran en lo desconocido. Ese don no sólo es patrimonio de un Einstein o un Leonardo. También pertenece a hombres aparentemente corrientes, en oficios y campos secundarios, donde no se hacen ricos, ni firman patentes, ni pretenden pasar a la posteridad. Sólo dejan su huella imborrable y se van.
Los Juegos de México, los más grandiosos de todos por la magnitud de sus marcas, se clausuraron el 22 de octubre de 1968. En México se habían visto maravillas inolvidables: el prodigioso salto de Bob Beamon, el derrumbe de casi todos los límites en las pruebas de velocidad (el primer hombre -Jim Hines- que bajó de 10 segundos en los 100 metros, el primero -Tommie Smith- que bajó de 20 segundos en los 200, el primero -Lee Evans- que corrió los 400 metros en menos de 44 segundos), la apoteósica final de triple salto, donde el gran Víktor Sanéiev batió en cada intento el récord mundial. Se produjeron tantas hazañas que apenas se recuerda la importancia capital de aquellos Juegos en la transformación del mapa del deporte. En México, los atletas africanos arrollaron en las pruebas de fondo y medio fondo. Nada ha vuelto a ser igual. Hasta en el terreno político se vivió un acontecimiento insuperable por valeroso y emotivo: la consagración del Black Power a través de Tommie Smith y John Carlos -los dos con los puños levantados y enguantados de negro- en la ceremonia de medallas en la final de 200 metros.
México 68 fue la madre de todos los Juegos, pero entre tanta maravilla sólo una cabe asociarla al valor de la invención. Todas las grandes marcas de México fueron superadas tarde o temprano. Sin embargo, nadie ha logrado superar el modelo que instauró Dick Fosbury en el salto de altura. Aquello sí que fue memorable por novedoso, sorprendente y casi irreal. El pequeño abisinio Mamo Wolde acababa de ganar el maratón, la última prueba del calendario de los Juegos. Pero en la pista continuaban los atletas que peleaban por la victoria en altura. Nada anormal. Suele ser una prueba larga y minuciosa. Lo sorprendente era otra cosa. Todo el estadio, la mayoría de los atletas, millones de telespectadores en todo el mundo, los aficionados que seguían en España la primera retransmisión en directo de los Juegos, un crío asombrado ante la televisión, se preguntaban qué demonios hacía en aquella final un tipo que saltaba de espaldas a la varilla. Lo que en principio pareció una broma, se convirtió en una agitación desbordante: los espectadores coreaban con olés cada éxito de Fosbury y los jueces dudaban de la validez de una técnica que les resultaba desconocida. Tantos años de esforzado rodillo ventral, de potentes saltadores girando su pecho y sus piernas alrededor del listón, y de repente aparece un desgarbado americano que se eleva como una pluma, de espaldas a su objetivo y luego vuela como un planeador sobre la vara, que no cae ante el asombro de todos. ¡Cómo no celebrar aquel juego mágico de Fosbury, su desdén por las normas establecidas, su atrevimiento para enfrentarse en solitario a un desafío que parecía imposible, su grandeza para anticipar una técnica que poco después se convertiría en incontestable y su entereza para imponerse en el momento cumbre de unos Juegos memorables! ¡Cómo olvidar que la magia existe y sus efectos son imperdurables!
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