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El tesoro

De los nueve estupendos picassos, por lo menos siete son piezas de antología. El retrato de Marie Thérèse de 1937, objeto de la dación de Abertis, es un cuadro magnífico, como todos los que Picasso le hizo a la Walter. Tiene una potencia y un colorido excepcional en su armonía de estridencias, con esa mirada desencajada -propia de las cabezas realizadas en el año del Guernica- a la que se une el embeleso desconcertante típico de la retratada. Es un Picasso concentrado y esencial. Sucede algo parecido con el de Dora Maar de 1939, aunque aquí el rostro es más suave.

La nítida y despejada Naturaleza muerta con frutero de 1920 es una pequeña maravilla abstracta que remite a Severini y al clasicismo mediterráneo. Pero, de todos los cuadros depositados, adquieren una especial significación las cuatro extraordinarias obras de 1928 y 1929 por su altísima calidad, porque no tienen equivalente en los fondos barceloneses del Museo Picasso ni en las colecciones particulares del país, y porque permiten engarzar un discurso que iba absolutamente cojo en el arte catalán: el del paso del noucentisme al surrealismo, un handicap patente sobre todo en el MNAC. Estos cuatro picassos, de una radicalidad aplastante, son piezas maestras del surrealismo. Su interrelación con la obra de Miró es evidente y, a la vez, son una clave para entender, por ejemplo, el surrealismo de Togores, y en especial la escultura catalana de los años treinta con Ferrant, Cristòfol, Eudald Serra, García Lamolla y Marinel·lo.

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