Italia dice basta
El asesinato de un policía en Catania provoca un clamor para que se suspenda el fútbol durante toda la temporada
Filippo Raciti, 38 años, casado, con dos hijos, inspector jefe de policía y voluntario de la Cruz Roja, había visto de cerca el mal que envenena el calcio. Raciti murió a las 22,15 del viernes, junto al estadio del Catania, mientras miles de pequeños terroristas se entregaban a una orgía de violencia. Un joven, por el momento desconocido, arrojó al interior de su coche un enorme petardo y el humo sulfuroso le destrozó las vías respiratorias. Raciti conocía la impunidad de los adolescentes que cada fin de semana juegan a la guerra en los estadios. Sólo una semana atrás había prestado testimonio en un juicio contra uno de ellos. El muchacho, menor de edad, recibió una levísima condena de prestación de servicios sociales. Al salir del tribunal, se detuvo ante Raciti y soltó un par de carcajadas.
Los políticos, la policía y el 70% de la opinión pública exigen que no se vuelva a jugar
El fútbol se convirtió ayer, de nuevo, en el símbolo de los males italianos. La semana de los dos muertos, uno el sábado pasado, en un campo de aficionados (el presidente del Sanmartinese fue asesinado a patadas por un grupo de jugadores y ultras rivales), y otro el viernes, en el estadio Massimino de Catania, durante un encuentro de la máxima categoría, concluyó con la suspensión indefinida de las competiciones y con una sensación general de asco. La violencia desencadenada por los ultras del Catania durante el partido de Liga contra el Palermo dejó tras sí un cadáver, el de Raciti, y casi un centenar de heridos, 61 policías entre ellos. También un saldo de 22 detenidos, nueve de ellos menores. El presidente del Gobierno, Romano Prodi, anunció que el martes serían presentadas ante el Parlamento una serie de "medidas radicales" para sanear el calcio.
La exigencia de "mano dura" era un clamor. L'Osservatore Romano, diario oficial del Vaticano, reclamó que no se jugara más esta temporada. Lo mismo pedían los sindicatos, los políticos, la policía y el 70% de la opinión pública. La palabra más escuchada era "basta". Quizá sí. Quizá pudiera esperarse que al fin se hiciera algo lo bastante drástico. Convenía, sin embargo, una dosis generosa de escepticismo. También se dijo "basta", también se suspendieron las competiciones y hubo promesas de "medidas radicales" en 1995, el día después de que un seguidor del Milan matara a puñaladas a un seguidor del Génova. "Han pasado 12 años inútiles porque todo sigue igual", comentó Cosimo Spagnolo, padre de Vincenzo, aquel infortunado hincha genovés.
Aún había heridos en el hospital, Catania no se había sacudido todavía el horror de una fiesta ensangrentada (el derbi se jugó el viernes porque el fin de semana se dedicaba a la fiesta patronal de Santa Agata, obviamente cancelada) y el cadáver de Raciti no había aún recibido sepultura, cuando empezaron a asomar los cuernos del negocio. "No hay que dejarse llevar por el pánico, lo que se dice ahora carece de serenidad", comentó el presidente de la Liga de Fútbol, Antonio Materrese, quien se negó a considerar el prohibir los desplazamientos de tifosi a estadios ajenos. A Materrese le parecía imposible, por supuesto, que se diera por finalizada la temporada. ¿Cómo se lo tomarían las televisiones? ¿Quién pagaría a los jugadores? Seguían valiendo los argumentos que impidieron una justicia ejemplar tras el caso Moggi.
La Federación de Fútbol, aún intervenida por el Gobierno y el Comité Olímpico a consecuencia del caso Moggi, convocó una reunión para mañana. También debían reunirse los máximos responsables del Ministerio del Interior para diseñar un plan antiviolencia. Entre las voces sensatas surgió la de Giuseppe Pisanu, ex ministro del Interior, que acusó a los clubes de gastar "muchísimo dinero en jugadores, y nada en seguridad". El compadreo entre los clubes y los grupos de ultras es conocido. La gran mayoría de los grupos radicales cerraron sus páginas electrónicas por tres días, para sumarse al duelo. Pero en ciudades como Livorno y Piacenza aparecieron pintadas favorables a los miniterroristas cataneses, acompañadas de insultos contra "los esbirros".
Los "esbirros" los miles de policías que sufren cada fin de semana las acometidas de la violencia, a cambio de 1.200 euros mensuales y un plus de 20 euros por partido, habían hecho todo lo posible para evitar que ocurriera lo que ocurrió en Catania. Pero todas las precauciones resultaron inútiles. Los ultras del Catania intentaron lanzarse sobre los seguidores del Palermo y les arrojaron petardos, bengalas y una granada lacrimógena. La policía protegió a los palermitanos y los cataneses no dudaron: se arrojaron contra la policía con una furia asesina. En realidad, lo tenían planeado desde el principio. El fiscal Ignazio Fonso, que asumió la investigación de los incidentes, declaró que por el momento todo culpaba a las peñas violentas del Catania, y dijo que decenas de agentes habían sido víctimas de "emboscadas organizadas".
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