Savary contra el frío
Si tienen frío, vayan al teatro Tivoli y disfruten de la calefacción del espectáculo La revista negra, ideado y dirigido por Jérome Savary (hasta el 25 de febrero). El miércoles por la noche, mientras los meteorólogos contribuían a exagerar una sensación de frío real, muchos de los que entramos en el teatro íbamos disfrazados de frioleros compulsivos en plena crisis ártica. No había para tanto, pero eso permitió que la platea se convirtiera en un inusual desfile de abrigos, bufandas, gorros, sombreros, guantes y jerséis de cuello alto. A los pocos minutos, quedó claro que el espectáculo era un ejemplo de calidez profesional capaz de descongelar incluso al capitán Pescanova. Sin embargo, no se consiguió lo que, con un hábil sentido mercadotécnico del boca-oreja, se afirma sobre La revista negra: que el público acaba bailando en la platea. El miércoles no bailó nadie e, incomprensiblemente, el respetable sólo llamó a los componentes de la compañía a saludar una vez más después de la protocolaria tanda de aplausos finales.
Desde que se levanta el telón, se reconoce el estilo Savary: sensualidad formal, perfección escénica, dinamismo constante para permitir una sucesión de sorpresas visuales y un espíritu vital que subraya virtudes existenciales como el placer de la música y del baile. El show homenajea el espectáculo del mismo nombre que, en los años treinta, consiguió que el París más bohemio quedara hipnotizado por la promiscua energía de Josephine Baker. Setenta años más tarde, la revisión es menos desmadrada, pero ya se sabe que entre algo que nace de repente y su dignísima revisión hay una distancia que ni siquiera los mejores pueden salvar.
Para establecer un vínculo inmediato con la actualidad, Savary sitúa la acción en una Nueva Orleans arrasada por el Katrina y, desde las ruinas de un viejo mundo sobre el que resulta difícil imaginar que se pueda reconstruir nada, repasa la historia de la esclavitud y del jazz ilustrándola con números de música y baile inolvidables. En el foso, una orquesta compuesta por blancos establece un diálogo fluido con los bailarines y cantantes negros que ocupan el escenario. Cuanto más joven sea el público, más generosa será la respuesta, pero la noche del miércoles la media de edad y su configuración social quizá no era la más idónea (para que se hagan una idea, estábamos Macià Alavedra y yo, que tampoco seríamos un ejemplo de personas propensas al desmadre y la empatía inmediatas). Eso, sospecho, desanimó un poco a los músicos. Al ver que ni siquiera reaccionábamos con un generoso pasacalles de funeral debieron pensar que estaban en las gélidas gradas del Camp Nou (observé que alguno de los espectadores llevaba un auricular para seguir las incidencias del Betis-Barça).
En el escenario, en cambio, la calefacción funciona. Todos los detalles están calculados: la reproducción de los vestidos, las luces, los instrumentos y los pasos de baile de la época homenajeada es milimétrica. Y los números de claqué de los dos jóvenes especialistas de la compañía son una maravilla (están viviendo en un apartamento de Barcelona y, al parecer, sus vecinos de abajo están desesperados porque ensayan durante cinco horas al día). La protagonista, Nicole Rochelle, hace una exhibición de facultades, cantando bastante mejor que la Baker, bailando muy bien e interpretando canciones en inglés, español y, en una pequeña joya final, en un catalán que permite adivinar cómo habría sonado nuestro idioma si, en lugar de ser indígena, Pompeu Fabra hubiera nacido en Memphis.
En el entreacto, impresionado por la coreografía de las portentosas bailarinas, incluso escuché a un espectador que le comentaba a su mujer: "Em sap molt de greu no haver vist la Norma Duval". La calefacción, pues, la pusieron los discípulos de un Savary que, a través de sus espectáculos, expande su torrencial legado biográfico: compartió novia con Lenny Bruce, fue amigo de Thelonious Monk y, a los catorce años, descubrió que quería ser artista porque tenía una vecina suiza bailarina que lo miraba con desprecio y deseaba impresionarla para seducirla. "Tenía unas tetas magníficas", dice al recordar esos momentos iniciáticos. Y, bajo esa capa de vitalidad libertina, subyace un mensaje aparentemente ingenuo pero muy necesario que defiende el diálogo y el respeto entre razas, la abolición de la diferencia como motivo para enemistarse, un canto a la música y al arte como diplomacia de la sensualidad, y un constante homenaje entre dos ciudades hermanadas por el jazz hiperactivo de la Baker: Nueva Orleans y París. Y allí estaba la Rochelle, en la fría calle Caspe, ajena al empate del Barça, descendiendo la escalinata entre plumas y lentejuelas, sonriéndole al mundo y cantando una canción que, de repente, dinamitó las compuertas de mi nostalgia: "J'ai deux amours, mon pays et París".
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