_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Del pequeño comercio

A finales de los años sesenta del pasado siglo, todo un barrio de Madrid fue demolido, explanado y borrado del mapa, pese a la enconada e inútil resistencia de sus vecinos, desvalidos, desatendidos y perseguidos por las autodenominadas autoridades competentes. En la defensa saguntina y numantina del barrio de Pozas se distinguió el autor y dramaturgo Lauro Olmo, que se atrincheró con los suyos en su modesto, aunque céntrico, piso hasta el minuto final, entre baterías de excavadoras y máquinas de demolición.

Sobre los solares fantasmales de este barrio, situado en el corazón de Argüelles, se levantó muy pronto un emporio comercial y hotelero, unos grandes y emblemáticos almacenes y un hotel de lujo que hoy ocupan, prácticamente en su totalidad, el espacio dejado por aquel entrañable reducto de la arquitectura popular decimonónica y de la vida castiza de Madrid, vida y milagros que Lauro llevó de su balcón al escenario tantas veces.

Antes de despedirse de sus cargos y de sus despachos, en previsión de un indeseable futuro democrático que se divisaba ya tras la sombra decrépita de un dictador senil, los ediles y ministriles municipales y sus socios, cómplices, de la empresa y el comercio intentaron una política de tierra quemada que culminaría con la impune demolición de Pozas, el último boom, la gran explosión que conmocionaría la ciudad hasta sus cimientos y sensibilizaría a la opinión pública, que silenciada y manipulada empezaba a salir de la clandestinidad.

El siguiente atentado previsto no llegó a producirse. Cuando aún no se habían apagado los ecos de la voladura, el Ayuntamiento de Madrid planteó otro desmán aún de mayor envergadura, el llamado plan Malasaña que acabaría rebautizando el antiguo barrio de Maravillas. Tenía el franquismo sus horas contadas en el quirófano y no estaba el régimen para muchos alardes, el movimiento vecinal se imponía por fin, después de años de lucha, al Movimiento Nacional.

Así se salvaron in extremis, aunque sufrieran graves daños, Malasaña y Chueca, Huertas y Lavapiés. Cambiaron las tácticas, aunque no las intenciones de los especuladores: "Si no podemos demolerlos, dejemos que se caigan" fue su consigna, y la incuria se cebó aún más sobre los viejos barrios de la capital. Cerraban los pequeños comercios y los talleres artesanos y se caían a pedazos los edificios galdosianos, pisos de rentas bajas y ancianos inquilinos. Iba a tardar algo más de lo previsto en sus demoledores planes, pero la fruta madura caería por fin en sus manos sin tener que cortar el árbol, por lo menos habría que conservar la corteza de sus fachadas.

A estos barrios les salvaron los bares, baretos y garitos que jóvenes, inexpertos y entusiastas abrieron sobre los locales comerciales de antiguos colmados, ultramarinos y coloniales, carbonerías obsoletas, carpinterías, tapicerías y mercerías arrumbadas por la competencia de los modernos centros comerciales. Los nuevos pobladores ocuparon los bajos con sus modernos establecimientos que servirían como bullidor caldo de cultivo de la movida. Los viejos buitres de la especulación no veían con malos ojos tal proliferación; en las calles ruidosas, refugio de noctámbulos recién estrenados, bajaban los precios de las viviendas al ritmo de la inseguridad o el insomnio, era el momento de comprar barato para vender caro cuando terminara la fiesta. Ya no cabían más bares, pero se abrieron peculiares restaurantes, la inmigración oriental se quedó con los ultramarinos de amplio horario y, poco a poco, aparecieron peluquerías, muchísimas peluquerías, tiendas étnicas y minúsculos establecimientos de moda; el impulso de Chueca se extiende en paralelo a la Gran Vía de las franquicias con comercios innovadores, traspasando las fronteras de Hortaleza y Fuencarral que han vuelto a ser, como en mejores tiempos, calles comerciales. Las tiendas de cómics y de vinilos, de camisetas y zapas proliferan en las Correderas y en la calle del Pez, mientras en la calle de la Luna y sus alrededores se concentran los establecimientos dedicados a la parafernalia del género fantástico, gadgets y figuras de las sagas de Star Trek, La guerra de las galaxias o el Señor de los Anillos. Jóvenes tiendas para jóvenes clientes que, sin querer ni saber, han recuperado el placer y la complicidad del pequeño comercio tradicional, lugar de encuentro, relación e intercambio.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_