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Columna
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La gorda del guateque

Durante estas dos semanas del trasiego de año, los madrileños adquirimos inevitables suplementos de colesterol y grasas que algún día nos llevarán a la tumba, aunque, bien mirado, no es el peor de los tránsitos. Para que nos sean propicios ofrecemos a los dioses la máxima ofrenda, la de nuestro equilibrio saludable, y nos ponemos morados de embutidos y, en una tasa que desorientaría a cualquier aplicado estadista, de marisco, cuyo precio no arredra a los consumidores del amplio espectro social y económico en el que nos desenvolvemos. ¡Al diablo la hipoteca, los préstamos, las previsiones del porvenir! Pienso que todo ese alegre desorden e insensatez navideños rescata a los ciudadanos de las penurias y cálculos que les ocupan buena parte del año.

Vamos de festejo en festejo, almuerzos amistosos, cenas familiares, merendolas con la gente menuda, iluminados con la ilusión de que nos iba a tocar el gordo y superando la general decepción cuando rompemos en cachitos los décimos y participaciones sobre los que habíamos depositado la solución del futuro próximo.

Algunas cosas han cambiado en los últimos años, de esa forma imperceptible y sorprendente cuando las echamos de menos. Ahora se generalizan las cenas y almuerzos de empresa o de negocios, exacerbada la generosidad patronal que se recrea en la sospecha de que las cosas van moderadamente bien, pero sin apartar un ojo de la cuenta de resultados y de las posibles y fatídicas incursiones de Hacienda. En vista de ello, las empresas parecen encontrar más económico -¿y por qué las reticencias?-, más humano y progresista reunirse con sus trabajadores, al menos los de primeros niveles en las de nómina demasiado abultada, confraternizando sobre unos manteles, sin reparar en gastos, aunque afinando en la contratación de un menú decoroso. No tiene el aire de paga extraordinaria, ni necesita autorizaciones o justificación contable pormenorizada en el balance, pero dulcifica tensiones laborales. Pocas son, aún, aquellas de ejemplar actuación, que se los llevan de excursión a lugares remotos y turísticos, pero si continúa soplando el viento favorable no quedará un trabajador que desconozca las dulzuras de Bora-Bora e incluso se fotografíe con la galería de los famosos de Rapa Nui.

En el Diccionario de sinónimos y antónimos de Sainz de Robles vienen emparejados los vocablos comilona, banquetazo, tragantona y otros con el de simposio, lo que aclara muchas perplejidades surgidas a lo largo del año, vaya la alusión sin pizca de malicia, satisfaciendo el anhelo de que los plúmbeos simposios se redujeran a un apacible y amistoso intercambio de croquetas.

Había otras diferencias con el pasado. Aunque parezca chocante, muchos agasajos se definían con la somera expresión de "al final del acto se servirá una copa de vino español". Por regla general, se trataba de distribuir vasos de cerveza y copas de jerez o vinos de la tierra. Hoy señorea el cava, guste o no guste, y algunos políticos locales, que subrayan el apellido de "catalán", aunque los están embotellando magníficos en Extremadura, La Rioja y Valencia, y ha empezado la competencia entre la entrañable sidra El Gaitero y otros espumosos en el Principado de Asturias.

Pero queda el último y melancólico recuerdo de los viejos tiempos: no expresamente en las festividades pascuales, sino en cualquier reunión profesional, las empresas madrileñas, o foráneas establecidas en la capital, solían ofrecer, con gran frecuencia, "cócteles" para publicitar sus productos o intenciones. Y algo me estaba rondando en la memoria, que ha desaparecido, sin saber cuándo. Hace 25 o 30 años, más quizás, estas cachupinadas solían celebrarse en los salones adecuados de los hoteles y era raro que en ellas faltase un pequeño grupo de ancianas, o señoras mayores, sin aparente conexión con el objeto de la celebración que, informadas por algún extraño servicio secreto, conocían la fecha y el lugar en que se ofrecía el suculento agasajo. Llegaban las primeras, pulcra y limpiamente ataviadas, se apoderaban de la mejor mesa del local -y si no la había, conseguían que les instalaran una-, sobre la que aparecían varias bandejas de canapés y otras vituallas. Eran señoras venidas a menos, con relaciones y contactos sociales, que quizá se alimentaban sólo en aquellos cócteles y "vinos de honor" que casi cada tarde se brindaban en Madrid.

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Formaba parte destacada en aquella galería de damas inofensivas una conocida como "la gorda de los cócteles", a quien traté y llegué a estimar, por sus prendas intelectuales y espirituales. Mujer de media edad, amena, cultivada, que participaba de la antedicha información. La verdad es que a ésta procuraban evitarla, incluso la huían, porque, a diferencia de la asistencia pasiva de las otras damas, lo que la gorda quería era un puesto de trabajo, y para cualquiera de los cuales probablemente estaba muy capacitada. Pero no comprendía que lugares semejantes no se organizan como banderín de empleados. Ella conseguía encajar su rollo al tiempo que consumía, con notable rapidez y cantidad, las empanadillas y los rollitos de jamón y queso que lograba capturar con singular maestría.

Las echo de menos. A la inteligente e infatigable gorda y a las voraces viejecitas que se colaban en todas las celebraciones, sin que nadie, o casi nadie, tuviera el valor de expulsarlas. Deberían dedicarles una calle en alguno de los nuevos barrios.

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