Cerca del populismo
Desde su irrupción en la política francesa, pero de modo particular en estos últimos años, en los que se han concretado sus ambiciones presidenciales, Nicolas Sarkozy ha venido cultivando con minuciosa perseverancia la imagen de un político cuya única y obsesiva ambición consiste en restaurar los valores de la República. Todos sus discursos, todas sus iniciativas y puestas en escena se han colocado invariablemente bajo el signo del cambio, de la transformación, como si la esencia de su programa se resumiera en el objetivo contundente, pero vacío, de fijar un antes y un después de su paso por las instituciones. Conviene no llamarse a engaño, sin embargo: con su verbo arrebatado y de tintes épicos, con su idolatría de la eficacia, tantas veces en los alrededores del populismo, Sarkozy no propone a los franceses un viaje a lo desconocido, sino un retorno a la pureza de los ideales. No es un reformador, sino un regeneracionista.
Tras el maquiavelismo versallesco de Mitterrand, se abre el tiempo de llamar a las cosas por su nombre
La fascinación que una parte de la sociedad francesa experimenta ante un político que, al mismo tiempo que se propone disputar el espacio a la ultraderecha, adopta las galas de la modernidad radical con las que tradicionalmente se adornaba la izquierda, procede de que el regeneracionismo no ha sido un producto ideológico frecuente entre nuestros vecinos. A diferencia de lo que les sucede a los españoles, para ellos pasa como relativamente inédito el lenguaje que recurre a las metáforas del despertar, sacudir del letargo o recuperar el pulso perdido. Perciben que su sociedad se enfrenta a graves problemas derivados en gran parte del anquilosamiento del Estado de bienestar, que cada vez expulsa a más ciudadanos del sistema y cada vez integra menos a los que ya están dentro, e imaginan que la solución puede venir de la mano de un líder que dice hablar claro y actuar en consecuencia. Con Sarkozy se ha clausurado en el discurso político francés el maquiavelismo versallesco en el que sobresalió Mitterrand y se ha inaugurado el tiempo de llamar a las cosas por su nombre; el tiempo del "sin complejos", según la expresión vigente en España.
Cabe dentro de lo posible el que, frente al vago programa de su rival socialista, Sarkozy sienta la tentación de acentuar los rasgos más ásperos de su discurso; en particular, los referidos a la seguridad y a la inmigración. Si como ministro del Interior no ha dudado en actuar como el más arrojado de los comisarios de policía, recorriendo los barrios conflictivos en mangas de camisa y llamando "gentuza" a los alborotadores, como presidente de la República podría creerse llamado a desempeñar el papel del más enérgico ministro del Interior. Sarkozy ha dado hasta ahora la impresión de pertenecer a una singular aunque extensa especie de políticos. Capaces de ascender a fuerza de ambición y voluntad, parecen genéticamente insensibles al rencor y a la crispación que el ordeno y mando deja a sus espaldas.
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