La verdad incómoda apremia
En diciembre pasado las estaciones de esquí de los Pirineos no pudieron abrir a tiempo; la nieve tampoco se dejó ver en Davos; en noviembre los parques y jardines de los chalés al borde del lago Lemán habían florecido y en Montreux se cogieron las primeras fresas; las terrazas al aire libre de París estuvieron tan frecuentadas en octubre y noviembre como en mayo y junio; en la parte alta de Barcelona la mínima nocturna no bajó de los 10 grados hasta el 7 de diciembre y durante semanas se había instalado cómodamente en los 15 grados. Llevados por la placentera dulzura de las temperaturas hemos creído disfrutar de la primavera en otoño.
Los datos apabullantes de la meteorología comparada no dejan mucho campo libre a los que niegan el cambio climático atribuyendo la bonanza de otoño simplemente a la variabilidad natural del clima. Los meses de octubre y noviembre fueron en toda España los más cálidos de las últimas décadas, y climatólogos de la Universidad de Berna han documentado que de 1997 a 2006 se dieron en Europa los otoños con temperaturas más elevadas de los últimos 500 años.
Veranos caniculares, otoños calientes, inviernos con fríos que, si llegan a ser intensos, acaban pronto y primaveras fuera de temporada no son las únicas señales inquietantes de un clima alterado, pero son las más evidentes, incluso para los escépticos y los más despistados. Que le estropeen a uno las vacaciones de esquí y que las canículas de julio y agosto resulten cada vez más insoportables, debería dar que pensar. Y si con las percepciones personales no basta, los medios de comunicación aportan con naturalidad, en el marco de la habitual tanda de sucesos y catástrofes, noticias sobre el estado comatoso del planeta: "La Tierra alcanza la temperatura más alta desde hace 12.000 años. La NASA -que tanto crédito ha merecido cuando ha comunicado recientemente al mundo la existencia en Marte de posibles flujos líquidos- advierte de que el punto crítico está a sólo un grado más" (EL PAÍS, 27 de septiembre de 2006); "La humanidad consume un 25% más de los recursos que la Tierra genera cada año" (EL PAÍS, 25 de octubre de 2006); en el informe elaborado con los trabajos de más de 2.500 científicos que el Panel Intergubernamental de Cambio Climático presentará este año, y a cuyo borrador sobre calentamiento global ha tenido acceso EL PAÍS (25 de diciembre de 2006), se señala que "el incremento de situaciones extremas -como sequías y olas de calor- pueden ser atribuidas al cambio climático", producido por la acción del hombre, una certeza matizada hasta ahora por la cautela propia de los científicos.
Cualquier persona sensible a un aspecto de la naturaleza, probablemente encontrará el objeto de su afición en retroceso grave o en deterioro progresivo, desde el derretimiento de los glaciares -más de la mitad de los existentes en España en 1980 ya han desaparecido- hasta la galopante reducción de las especies: entre 1970 y 2003 las terrestres han disminuido el 31%, las marinas el 27% y las de agua dulce el 28%. Darse un garbeo virtual por el planeta para descubrir el avance de la desertización, la tala de la selva amazónica, la práctica desaparición del Mar de Aral, el crecimiento caótico de las metrópolis... está al alcance de millones de internautas con el programa Google Earth.
Pero no hay alarma -todo lo más alerta- y sí mucho cálculo. Alain Finkielkraut sugiere en Nosotros, los modernos que la humanización ilimitada de la naturaleza, a la que el hombre ha sometido a toda suerte de artificialidades, es la causa de su mutación. Y, al fin, la mercantilización de la naturaleza la eleva a la cúspide de lo humano: ¿cuánto pueden costar las adaptaciones, las reconversiones, las pérdidas...? ¿Cuánto puede costar, en definitiva, el cambio climático? El informe de 700 páginas de sir Nicolas Stern, encargado por el Gobierno británico, estima el coste en unos 7,8 billones de euros a lo largo de las próximas décadas en un horizonte temporal que dependerá de las medidas que se adopten. Incluso hemos pasado de desdeñar los costes a la cotización en Bolsa de unos supuestos derechos de emisión de gases de efecto invernadero: la humanización de la naturaleza llevada, pues, al límite, al intentar engañar al planeta comprando y vendiendo lo que debería reducirse. Pero, ¿cómo puede venir la solución de aquello que ha generado buena parte del problema? ¿Hará el mercado innecesarias la conciencia ecológica y la responsabilidad moral? Sobrecoge comparar la madurez de la Ilustración, preocupada por el estudio y la conservación de la naturaleza, con el infantilismo depredador de la Modernidad.
Al Gore, que ha protagonizado la más útil conversión de un político a la causa ecológica y cuya película, Una verdad incómoda, está resultando una aportación convincente a la divulgación de la ecología planetaria, avisa, sin por ello perder su optimismo americano de frontera, que en 10 años ya no podremos invertir el calentamiento. Gore acierta en el diagnóstico y en la mayoría de los remedios. En efecto, sin presión popular no habrá quiebra de las inercias, ni voluntad política para promover lo que Nicolas Hulot llama en su programa verde, al que se han adherido forzados los candidatos a las presidenciales francesas de 2007, "la mutación ecológica".
Ahora bien, no habrá presión sin alarma social y ésta tal vez no aflore a tiempo por el temor a los sacrificios -unos duros, otros a buen seguro convenientes para la salud física y moral de la persona, muchos imprescindibles para un reparto equilibrado de los recursos planetarios disponibles-, que inevitablemente el homo oeconomicus occidental deberá hacer para devenir en un homo oecologicus.
Jordi García-Petit, académico numerario de la Real Academia de Doctores.
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