Respetar a los creyentes, no las creencias
El fin de semana pasado estuve cantando un montón de cosas en las que no creo. ¿Creo que, hace unos 2.007 años, un ángel se apareció a una mujer llamada María y le anunció que iba a quedarse embarazada sin haberse acostado con José? No. ¿Creo que el buen rey Wenceslao anduvo por la nieve para llevar "a aquellos campesinos" comida y vino? Probablemente, no. Pero eran palabras hermosas y familiares, la iglesia medieval estaba iluminada por velas, tenía a mi familia conmigo, y me conmoví.
En estos días, cientos de millones de personas, como yo, cantan -a veces con deleite y entusiasmo- unas frases en las que no creen o, en el mejor de los casos, creen sólo a medias. Según un reciente sondeo de opinión de Harris para el Financial Times, en Gran Bretaña, sólo uno de cada tres ciudadanos dice ser "creyente". En Francia, menos de uno de cada tres; en Italia, menos de dos tercios; sólo en Estados Unidos supera esa cifra las tres cuartas partes. Y sería interesante saber qué proporción de esa minoría de verdaderos creyentes en Gran Bretaña y Francia son, en realidad, musulmanes.
Todo eso ha hecho que me pusiera a pensar -en esta época prolongada de fiestas, con el Día del Bodhi, Hanukkah, Navidades, Eid-ul-Adha, Oshogatsu, el aniversario de Guru Gobind Singh y Makar Sankranti- sobre qué significa decir que respetamos otras religiones en una sociedad multicultural. Me da la impresión de que el mayor problema que muchos europeos post-cristianos o teóricamente cristianos tienen con que haya musulmanes viviendo entre ellos no es que éstos crean en una religión distinta al cristianismo, sino que crean en una religión, punto.
Es algo que desconcierta a la minoría intelectualmente significativa de europeos que son ateos devotos, que creen en las verdades descubiertas por la ciencia y hacen proselitismo. Para ellos, el problema no es ninguna superstición religiosa concreta, sino la superstición en sí. Y también preocupa a ese número mucho mayor de europeos que son vagamente creyentes, de una forma tibia, o más o menos agnósticos, pero que tienen otras prioridades. ¡Ojalá los musulmanes no se tomaran su islam tan en serio! Y muchos europeos añadirían: ¡Ojalá los norteamericanos no se tomaran su cristianismo tan en serio!
No obstante, podemos discutir sobre si el mundo estaría mejor si todos se convencieran de las verdades ateas de la ciencia natural o, al menos, se tomara la religión tan a la ligera como la mayoría de los europeos semicristianos, creyentes a tiempo parcial (yo soy agnóstico sobre esta cuestión). Pero es evidente que sobre esa base no podemos construir una sociedad multicultural en un país libre. Esa postura sería tan intolerante como la de los países mayoritariamente musulmanes en los que no se permiten más confesiones que el islam.
Al contrario, en los países libres es preciso que se permitan todas las religiones; y cada religión debe dejarse cuestionar en sus fundamentos, categóricamente, incluso de manera desaforada y ofensiva, sin temor a represalias. El científico de Oxford Richard Dawkins debe tener la libertad de decir que Dios es un engaño y el teólogo Alistair McGrath, también de Oxford, debe tener la libertad de responder que es Dawkins el engañado; un periodista conservador debe poder escribir que el profeta Mahoma era un pedófilo y un erudito musulmán debe poder llamar a ese periodista islamófobo ignorante. Eso es un país libre: la libertad de culto y la libertad de expresión co
-mo dos caras de la misma moneda. Debemos vivir y dejar vivir, una exigencia que no es tan poca cosa como parece, cuando se piensa en las amenazas de muerte contra Salman Rushdie y los caricaturistas daneses. La valla que protege ese espacio son las leyes.
Lo interesante es saber si existe algún tipo de respeto que vaya más allá de este mínimo "vive y deja vivir" protegido por las leyes pero sin convertirse en una pretensión hipócrita de respeto intelectual por las creencias del otro ni en un relativismo sin límites. En mi opinión, sí lo hay. Es más, me atrevo a decir que sé que lo hay, y que casi todos nosotros lo practicamos sin darnos cuenta. Vivimos y trabajamos a diario con individuos que, en el fondo de sus corazones, creen en cosas que a nosotros nos parecen locuras. Si los consideramos buenos socios, amigos y colegas, les respetamos como tales, independientemente de sus convicciones privadas y profundas. Si tenemos una relación estrecha con ellos, quizá no sólo les respetamos sino que les queremos. Les queremos pese a que no dejamos de estar firmemente convencidos de que, en un rincón de su cerebro, se aferran a creer en un montón de tonterías.
Distinguimos de forma rutinaria, casi instintiva, entre la creencia y el creyente. Por supuesto, eso es más fácil de hacer con unas creencias que con otras. Si alguien está convencido de que 2 + 2 = 5 y de que la tierra está hecha de queso, vivir con él a diario será un poco más difícil. Pero resulta asombroso ver hasta qué punto, en la práctica, pueden coexistir alegremente creencias muy distintas e incluso excéntricas. (La fe popular en la astrología, tan extendida, es un buen ejemplo).
Ahora bien, el comportamiento de los creyentes puede influir en nuestra opinión sobre su fe, al margen de la veracidad científica de su contenido. Por ejemplo, yo no creo que exista Dios y, por tanto, pienso que hace alrededor de 2.007 años un hombre y una mujer que se llamaban José y María tuvieron un niño, nada más. ¡Pero en qué hombre se convirtió aquel niño! Coincido con el gran historiador suizo Jacob Burckhardt en que Cristo como Dios no me dice nada, pero, como ser humano, Jesucristo me parece una fuente de inspiración constante y maravillosa, tal vez incluso, como dijo Burckhardt, "la figura más bella de la historia del mundo". Y algunos de sus imitadores posteriores tampoco estuvieron mal.
En lo que discrepo de la corriente atea representada por Richard Dawkins no es en lo que dicen sobre la inexistencia de Dios, sino en lo que dicen sobre los cristianos y la historia del cristianismo, que en gran parte es verdad, pero que deja fuera la otra mitad de la historia, la parte positiva. Y, como dice el viejo proverbio yiddish, una media verdad es toda una mentira. A mi juicio, como historiador de la Europa moderna, la parte positiva es mayor que la negativa. Me parece evidente que no tendríamos la civilización europea que tenemos hoy sin la herencia del cristianismo, el judaísmo y (en menor medida, y sobre todo en la Edad Media) el islam, cuyo legado también preparó el camino -aunque sin saberlo y sin quererlo- para la Ilustración. Además, varios de los seres humanos más extraordinarios que he conocido en mi vida eran cristianos.
"Por sus frutos les conoceréis". Existe un respeto que nace del comportamiento de los creyentes, independientemente de la credibilidad científica de su fe original. Lo ideal es que una sociedad multicultural sea una competencia amistosa y abierta entre cristianos, sijs, musulmanes, judíos, ateos e incluso partidarios del "dos más dos cinco", por ver quién nos impresiona más con su carácter y sus buenas obras.
Mientras tanto, está el molesto problema del saludo de invierno multicultural y multiusos. "Felices fiestas" es increíblemente cursi y anodino. Me temo que yo he recurrido a "Felices Pascuas", pero también resulta pesado. Sería estupendo emplear saludos a medida para cada interlocutor: "Feliz Navidad", "Feliz Eid", "Feliz Oshogatsu", etcétera, pero no siempre es posible. Ayer recibí una tarjeta del embajador británico en Washington con una solución excelente. "Feliz Yuletide", el nombre que remite al solsticio de invierno de los paganos (el Yule nórdico y germánico se celebra 22 de diciembre) y que evoca, al mismo tiempo, las historias sentimentales y anticuadas de Navidad que tanto gustaban a Charles Dickens. Perfecto.
Feliz solsticio a todos.
Timothy Garton Ash es historiador británico, profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, Traducción de M. L. Rodríguez Tapia
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