Siente un autónomo a su mesa
Las fechas previas a la Navidad, entre los días 16 y 22, el trabajador autónomo sufre más que nunca los rigores de no estar asalariado. Y no sólo porque no tiene lote, con sus botellas de licor de kiwi y sus aceitunas, ni paga extra, ni lotería comprada por el jefe, sino porque no tiene cenas de empresa. Ustedes no saben lo hermoso que es tener una cena de empresa de la que despotricar, de la que hacer chistes tipo El Club de la Comedia. Es como estar solo en fin de año. Si estás solo, no puedes despotricar como si te toca pasar el fin de año en familia. No puedes decir que pasas de salir y que te quedarás en casita, porque tú no te diviertes cuando toca, sino cuando quieres. Eso se dice cuando se ama, porque cuando se ama ver el discurso del Rey es gracioso, pero no deprimente. El autónomo no tiene amigo invisible con objetos picantes comprados en una sex shop, ni posibilidad de ligoteo con el del departamento de ventas que se ha sentado a su lado. Ni de coger el tradicional pedo. Nada.
Por eso, esta Navidad, fecha propensa a no tomarse tan a pitorreo los libros de Paulo Coelho, lo hago. Llamo a El Mussol, restaurante que estos días está repleto de cenas de empresa, y pido mesa para una. No voy a quedarme sin la tradición. No voy a dejar de coger el pedo de antes de Navidad sólo porque sea una triste autónoma, con mis liquidaciones trimestrales, mis tiquets de restaurante guardados en el cajón de las cosas desgravables y mi soledad laboral.
En el Mussol de la calle de Casp comprenden muy bien mi pesar y me dan una mesa. Les cuesta, porque estos días lo tienen lleno de grupos y más grupos. Llego a las nueve y espero a que el maître venga a sentarme. Delante de mí, una chica pregunta si han llegado ya los de Coinsa. (Será una empresa). Le dicen que sí, que a la derecha tienen la mesa. Yo, en cambio, le digo a la señorita que ya he llegado yo. La única persona de mi mesa. Me acompaña al rincón y me desea una feliz Navidad.
A mi alrededor, no hay un solo comensal que no pertenezca a un grupo de empresa. Sé reconocerlos a la legua. La diferencia de edad y de vestuario hace que adivines quién es quién. La secretaria, la contable, los dos dueños, el repartidor... Gente que nunca compartiría una cena. Tal vez alguno de ellos adivinará mi condición de autónoma y me sentará a su mesa, como a los pobres por Navidad. A mi derecha, hay una mesa para seis, y a medida que van llegando los comensales dejan un paquetito en una bolsa grande. El amigo invisible... Qué nostalgia ajena siento. La que parece la secretaria, una chica de uñas rojas como si acabara de arrancarle el corazón a un pollo, dice: "Espero que todos hayáis cumplido lo de no pasarse de 30 euros. Que luego hay unas diferencias increíbles...". El que parece uno de los jefes asiente con la cabeza al tiempo que añade: "Lo mío es una tontería. No me acordaba". Y dirigiéndose a la presunta secretaria, añade: "Por poco te mando a ti a comprarlo, Paula". Y ella se ríe y hace un gesto con las manos como de querer estrangularlo.
El camarero ya les toma nota. De primero tienen el clásico, ya mítico, picoteo. Adivino que han pedido el menú caro, el de 32 euros, porque yo he pedido el barato, el de 28 con 55, y no tenemos lo mismo. Ellos comerán tabla de quesos, tabla de embutidos ibéricos, tabla de patés artesanos de pato, variado de verduras a la brasa y pan con tomate. Yo, en cambio, un plato que se anuncia como "escalivada de la masía", además de verduras a la brasa, champiñones de Osona a la brasa y tabla de embutidos de "ca la petita". De segundo, en cambio, ellos y yo tenemos lo mismo: el no menos clásico entrecot con patatas y champiñones. Claro que, la segunda opción de ellos es magret de pato y la mía cordero. En cambio, no comprendo por qué razón ellos de postre tienen helado de turrón y en cambio yo, que tengo el menú barato, puedo pedir postres a la carta.
Con emoción asisto a un momento privilegiado. En la mesa del fondo alguien pide silencio golpeando la copa con el tenedor. Habla la jefa. Pero no la oigo, porque el amable maître, al verme tan sola, me da conversación. Me cuenta que las reservas de grupos muchas veces fallan y que para curarse en salud les piden una paga y señal. "Los compañeros del otro Mussol me han comentado que les acaban de anular una mesa de 70. Imagínese...". También me cuenta que los de la mesa larga son de una emisora de radio y que el menú lo paga la empresa. "Si paga la empresa están mucho más relajados", me explica. Y añade: "Emborracharse no se emborrachan, pero sí que puede pasar que alguno no se acuerde de que está casado...".
Pasan las horas, llegan los postres y asisto a otro momento privilegiado de las cenas de empresa. Me refiero, claro está, a la transformación de las copas. Las copas que contenían vino, ahora contienen vino, pan, agua, aceite y vinagre. Esto me hace sentir una nostalgia empresarial como nunca había sentido. Ser asalariado, según como, tiene sus ventajas. Ahora me haré el amigo invisible. Y, luego, con las copas, me meteré mano, a ver si me dejo. Si en el Mussol no tienen sitio, iré a La Rueda, que también es muy tradicional. O al Vinya Roel. La cuestión es celebrar con tus seres queridos que llega la Navidad, aunque tus seres queridos seas tú mismo, triste autónomo.
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