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Columna
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Hipótesis contrafácticas

Uno de los ejercicios más inútiles que cabe hacer en la Galicia contemporánea es imaginarse qué habría pasado si la generación de nacionalistas que alumbró el franquismo en sus postrimerías hubiera tenido cierta sensatez política. Qué hubiera pasado si hubiesen mantenido un diálogo más fructífero con los viejos galleguistas, en su momento denunciados por culturalistas, por disolver el nacionalismo haciendo de él un refresco insípido. Al fin y al cabo, aquellos hombres, equivocados o no, habían defendido sus ideas en tiempos difíciles y algunos habían ido a la cárcel por ello.

Es conocida la perenne ingratitud de los jóvenes respecto a sus mayores, pero tal vez la experiencia del país que tenía la generación de la guerra civil hubiese contribuido a hacer entender a los recién llegados hasta qué punto el país, que carga con una imagen de tierra blanda y amable, es, sin embargo, de una extraordinaria dureza. Es de suponer que, entre tanto, lo han aprendido. Uno puede imaginar que la prudencia que ha guiado hasta el momento al bipartito nace o bien de la interiorización del paisaje mental de sus antagonistas, o bien de la cautela ante una derecha que siempre ha marcado las cartas.

Los fracasos del pasado llevan implícita una poderosa enseñanza y aprender de ellos podría facilitar la asunción de una política más racional. Pero el nacionalismo eligió otras sendas y pagó por esa equivocación. Al situarse fuera de los grandes consensos perdió una oportunidad de oro que, tal vez, hubiese impedido el imparable ascenso del PP y la deriva de un PSOE en manos de ese señor de cuyo nombre no me quiero acordar. Un nacionalismo factible y con vocación de mayorías quizás hubiese cambiado el rostro del país.

Todo esto es una hipótesis contrafáctica, que puede no venir a cuento en un momento en que la autonomía está consolidada y se negocia un nuevo Estatuto. Y lo último, pero no lo menos importante, en el que gobierna un bipartito uno de cuyos lados es el BNG. Pero el nacionalismo es el único animal político en Galicia que tropieza dos, tres y las veces que haga falta en la misma piedra. La asamblea ha dejado la imagen de un Quintana vencedor que, sin embargo, se ha dejado grandes jirones de piel en el camino. La alianza con la UPG tal vez compromete su futuro, no porque este partido exprese mayor radicalismo -al contrario, es el garante de la moderación externa, además del equilibrio interno- sino por su inherente conservadurismo, vinculado a sus intereses de aparato. La renovación del BNG lleva aparejadas cierta tareas. No bastan las vagas apelaciones a la sociedad civil y un rostro amable, aunque se agradezcan en una organización tan dada al mohín permanente y a una absoluta falta de relajación y sentido del humor, como si ser nacionalista implicase un estado de cabreo permanente.

Un cambio real en el BNG implica una transformación de su estructura disolviendo los partidos de su interior, cuyo diseño ideológico sólo un cabalista lograría entender y que sólo beneficia al partido más organizado. Además, el BNG tendría que eliminar su tendencia a pensarse como una forma de contracultura. La ósmosis social exige jubilar a la generación que proviene de la transición para darle cabida a gentes que ya hablan con otro lenguaje y que tienen un perfil más cualificado. Eso, por supuesto, significa echar abajo muchos privilegios y dar al traste con los complicados equilibrios internos de una organización demasiado tiempo ensimismada. Es patente que el BNG necesita construir otro discurso y precisar su mensaje. Su espacio puede estar más o menos a la izquierda o al centro, pero no puede mantenerse en una indefinición que despista a sus bases y que no es claramente identificada por el electorado.

No se trata de tener una estupenda teoría política abstracta, cosa que ningún partido se atrevería hoy a mantener. Pero si el tiempo de la política de los artistas ha sido sustituido por otro tiempo en el que prima la ingeniería social conviene saber cuáles son los nuevos parámetros a los que atenerse. El pragmatismo es una opción legítima y de hecho muy positiva para una organización que siempre se ha dado aires de grandeza histórica. Pero sus gentes tienen que conocer los criterios a través de los cuales poder decidir cuándo el nuevo nacionalismo funciona y cuándo no.

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