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Columna
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La lengua a la brasa

Nos adentramos en las jornadas características por halagar uno de los pecados capitales, que anda un poco de capa caída: la gula. Fue debilidad de ricos, ahora disminuida al generalizarse el consumo de los alimentos congelados. No es solamente algo que suceda en Madrid o en lugares del interior, ya que no importa el lugar o la fecha, en nuestros extensos litorales el marisco, la merluza o el cordero lechal han pasado parte de su terrenal existencia en algún frigorífico. Aunque me conste que no hay ser vivo que los eche de menos, han desaparecido de las calles el pavero o la pavera que pastoreaban en la Puerta del Sol su breve rebaño de gallináceas negras, rubias o blancas, con el rojizo moco colgando. Ahora entran en los hogares difuntos y desplumados, porque no existe cocinera, ama de casa, o varón cabeza de familia con las agallas suficientes para rebanarles el cuello, pues parece que la violencia va por otros géneros y derroteros. Para ilustración de las nuevas generaciones, hace apenas medio siglo, pollos, pavos, gallinas o conejos se inmolaban en la cocina y la sangre frita constituía un alimento no desdeñable. Sobreviven, en algunos hogares castizos, la tradición del besugo, la lombarda, los polvorones, mazapanes y turrones y si les interesa conocer mi opinión, los encuentro más suculentos que los caramelos que les dan a los niños en la recién importada noche de Halloween.

El efecto del chile es de corta duración, pero cabría considerarlo como un artefacto terrorista para el paladar

Muchas cosas cambiaron, como resulta natural y, en cuanto a los viejos, para mal, algo de probada tradición. Entre otras nuestro paladar, pierde aptitudes al simplificarse las calidades. Hoy las viandas saben de otra manera, en buena parte por el refinado del aceite, que significa que al jugo de la aceituna le han extraído un montón de sustancias básicas. El tradicional par de huevos fritos ha perdido gran parte de su merecida fama, a causa de la distinta condición del aceite y ni siquiera los churros que nos dan en las cafeterías -ni en las verbenas- tienen aquel gusto específico que resultaba de la unión casi virginal de la masa de harina y el recio zumo de la oliva. La cocina actual parece haber desterrado los sabores fuertes.

He almorzado el otro día en la casa de unos buenos amigos mexicanos, residentes aquí en razón del destino del esposo. Aunque aprecian la cocina internacional, les tiran los productos de su tierra e intentan apreciar los nuestros, en el transcurso de las comidas que alternativamente nos propinamos. Sin ánimo beligerante ni competitivo les ofrecimos un yantar gallego, entre cuyos ingredientes figuraban los famosos pimientos de Padrón, que, procedan de donde sea, algunos pican endemoniadamente, aunque en aquel ágape salieron discretos.

En correspondencia nos agasajaron con un pequeño vegetal, verde, liso como un pirulí. Sin malicia, es de suponer, olvidada nuestra experiencia, recibimos una minúscula rodaja, del diámetro y espesor de las ridículas monedas de cinco céntimos. Era chile, cuyas características ya conocíamos como condimento de platos especiados. Apenas nos rozó la lengua, pero la impresión fue como si un hierro al rojo la hubiera tatuado. El efecto, por fortuna, es de corta duración, pero cabría considerarlo en el repertorio de peligrosísimas armas químicas o bacteriológicas. En todo caso, un artefacto terrorista para el paladar.

No cabe duda de que, dentro de su extremado sabor, aquel diabólico mejunje vegetal pertenecía a una subespecie extrema y sorprendió a los propios anfitriones. Uno de los invitados que pretendió saborearlo llegó a una conclusión -naturalmente sin base científica- y desarrolló su teoría: "Creo", dijo, "que el chile podría ser el tan buscado remedio contra el sida o el Ébola, porque dudo de que haya virus que resista un tratamiento de choque con esta sustancia, debidamente dosificada". Exageraba, por supuesto, y tras el intenso trasiego de un buen rioja el asunto quedó archivado.

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"El chile", sostienen los mexicanos, "estimula el apetito" y eso no hay quien lo ponga en duda. Es preciso, inmediatamente, comer y beber algo distinto. Nosotros le llamamos guindilla pero, en comparación, podría decirse que, con el chile, hay parecida diferencia que entre el queso de Cabrales y el merengue. Sabroso es, sin la menor duda, tomado con infinitas precauciones y disfrutando de una presión arterial conveniente. Otro comensal, decidido a despertar nuestro asombro y admiración, aseguraba que, en determinado lugar de aquel país, tomó algo, parecido al chile, pero más rudo aún. "Tuve que llevar la lengua vendada una semana", aseguró, sin que nadie le llevase la contraria. Recordé el lema inscrito en una homicida navaja de Albacete: "Cuando esta víbora pica, no hay remedio en la botica".

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