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Muere el mayor goleador del siglo XX
Columna
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Pancho Grande

Pancho ha cambiado el limbo del Alzheimer por el limbo de los justos. Ha gritado algunas de sus frases favoritas, "¡Pégale, Alfredo!", "¡Pásala, Bozsik!", "¡Tómala, Paco!", y ha abandonado la cancha comentado entre dientes algún partido intemporal con Di Stéfano, Josef Bozsik y Paco Gento, tres de sus socios más queridos.

Sin perjuicio de sus Pichichi, sus Ligas y sus Copas de Europa, fue uno de esos personajes de posguerra dotados de la ciencia que sólo se consigue en los arrabales. Dueño de un tacto excepcional, habría hecho carrera en cualquier oficio compatible con el ritmo, la bohemia y la fantasía; podría haberse convertido en un violinista de época, pero prefirió el fútbol.

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En realidad su elección no importaba gran cosa, porque ingresaría en el Honved de Budapest y en la Selección Húngara, dos de los equipos que más veces han sido comparados a una orquesta. Con su calzón planchado, su casco de gomina y sus pantorrillas de tirador hizo del juego un ejercicio de estilo, y de los estadios una propiedad intelectual. Por algún capricho del cálculo de probabilidades no ganó el Mundial de Suiza, pero con su asombrosa visión del gol estableció una nueva escala de valores, alegró la vida de una Europa renqueante que se movía entre sus propios escombros y dejó para el recuerdo algunas memorables secuencias en blanco y negro. Todavía se recuerda aquella maniobra suya junto al pico derecho del área chica de Wembley. Aunque jugaba contra Inglaterra en el corazón del Imperio Británico, su pulso seguía marcando, como siempre, las doce en punto. Pisó la pelota con delicadeza, esperó la llegada de Billy Wright, el capitán de los pross, y en el último instante la ocultó como un trilero. Mientras su oponente pasaba de largo, miró el palo más próximo, plegó la zurda, retrasó la cadera y, como los billaristas de lujo, ejecutó un massé. Los supporters oyeron un taponazo de botella, Wright siguió su recorrido, y aquella bola subió misteriosamente por la diagonal y entró por el canto. Fue uno de sus tres goles de la noche y uno de los tres goles del siglo.

Luego, en 1956, alcanzó el grado de coronel como premio a su trayectoria, se fue de gira con el Honved, valoró la represión soviética en la Revolución de Octubre y finalmente se exilió en Madrid. Fue entonces cuando empezó su segunda época. Conectó inmediatamente con Alfredo Di Stéfano, encontró en Paco Gento el expreso que buscaba, practicó una nueva forma de artillería que le valió el sobrenombre de Cañoncito Pum, alternó la cerveza con el caldo de gallina, fundó una fábrica de salchichas, echó barriga y levantó dos monumentos; uno al fútbol y otro al colesterol.

Desde entonces sus compañeros empezaron a llamarlo Pancho.

Hace algún tiempo supimos que había empezado a ensimismarse.

Y ahora, como los más grandes, sólo se ha ido un poco. Aunque su historia termina, su leyenda continúa.

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