Siempre nos quedará la ciencia
Hace algún tiempo, un editorial de este periódico señalaba la catástrofe deportiva y moral acontecida a propósito del caso del ciclista Landis en el Tour de Francia (El PAÍS, 28 de julio), proponiendo que esta decepción nos afectaba a todos y que ya no quedaba nada en qué creer. La reflexión es interesante pero quizá algo sesgada porque deporte y deportistas son esencias distintas. Con la ciencia y los científicos/as sucede algo parecido (sin diferencias genéricas significativas).
Con alguna frecuencia leemos que un científico/a ha falsificado sus resultados en aras de publicarlos en una revista de alto impacto o que los intereses de ciertas compañías dedicadas al desarrollo prevalecen sobre los generales. Es importante afirmarlo con claridad: los móviles de los científicos/as no son diferentes al del resto de su especie, por más que oigamos que lo que les motiva, nos motiva, es el convertir nuestros descubrimientos en herramientas útiles para ayudar a los demás.
El móvil principal de todo investigador en cualquier terreno del conocimiento es el reconocimiento de sus pares y a través del mismo el de toda su especie, en cuanto a la importancia de su descubrimiento. Es cierto que en la investigación, como en el deporte, subyace siempre un reto que retroalimenta la motivación para perseguir su resolución. Pero es necesario reconocer con humildad que en el momento de evolución moral en el que nos encontramos como especie, citar el altruismo como generatriz primordial del comportamiento es ilusorio.
Es posible que una parte del fracaso de la aplicación de algunas ideologías revolucionarias del siglo XIX provenga de una falta de visión antropológica de sus defensores. Pero no puede culpárseles, ya que es en ese mismo siglo cuando Darwin aporta un esquema coherente del devenir biológico de la especie humana y nos sitúa en el punto en que nos corresponde. Todo este precedente no debe conducir necesariamente a una postura pesimista sino, más bien, al contrario. La toma de conciencia es un paso que nos coloca más cerca de la esencia.
En las ciencias, tanto experimentales como teóricas y aquí incluyo a las humanidades porque su estudio implica necesariamente el método científico, lo que realmente importa es que un hallazgo nuevo sea reproducido o confirmado y refrendado por otros investigadores, laboratorios o grupos de trabajo y que esa información sea una pieza del rompecabezas específico atacado como problema. Ésa es la esencia de la gloria y aunque como recompensa debería bastarnos, en el momento actual nos resulta insuficiente si no va acompañada de algún tipo de visibilidad social, ya sea en un ámbito restringido o más mediático. Para identificar la esperanza, para salir de la espiral de pesimismo que produce un comportamiento de trampa o cinismo de determinados deportistas o científicos, es imprescindible separar el grano de la paja, el hallazgo de la parafernalia, la caída de un récord de su repercusión. Las trampas siempre se descubren, el tiempo refrenda la verdad o mentira de una conquista. No hay pues que confundir la naturaleza humana y sus motivaciones con el inabarcable océano de verdades por descubrir o retos que superar.
No hay que esperar que a pocos genes de diferencia de los primates no humanos vayamos a ser moralmente muy distintos. Pero esta desesperanza no es incompatible con la búsqueda y la naturaleza del propio saber, con el acercamiento a la esencia de las cosas. Hoy, cuando a la investigación siempre le ponemos sufijos, adjetivos, iniciales (investigación aplicada, I+D+i, investigación traslacional) es más importante que nunca recordar que investigación sólo hay una, la buena, porque es novedosa y reproducible, lo demás no debe interesarnos. Al igual que a los protagonistas de la película Casablanca siempre les quedará París, a nuestra especie siempre le quedará la ciencia, interpretada como búsqueda de la esencia verdadera en su más amplio sentido.
Santiago Lamas es profesor de Investigación del CSIC.
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