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Columna
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Porque era mía

Siempre hubo problemas familiares, sospecho que desde el principio de los tiempos, recuerden el suceso, que tanto conmovió a la opinión pública, de Caín y Abel y consideremos el papel subalterno que desde el comienzo de los tiempos, se asignó a la mujer en la organización celular de la sociedad. Hagamos abstracción de los grupos de señoras que madrugaron a los varones y los redujeron a la doméstica encomienda de garantizar el futuro de la tribu. Aunque no está claro si era gratificante andar todo el día con el arco a cuestas y habiéndose amputado un seno, lo que si disminuía en un 50% el riesgo del cáncer de mama, quedaba francamente antiestético y provocó no pocas murmuraciones entre las amazonas.

Los malos tratos, los abusos sobre los menores, las violaciones de hijas e hijos por padres y familiares en grado próximo han estado presentes en la triste historia de nuestra especie. Formaban parte del folclor español, que se ha sentido ufano, a escondidas, de un carácter violento y celoso que no siempre se correspondía con la realidad. Durante casi cuatro décadas tuve bajo mi mano el popular semanario de sucesos El Caso y sin haber realizado estudios psicológicos ni estadísticos, más de una vez pensé que en España ocurría apenas el llamado crimen pasional. Se mataba, pero los motivos solían ser bastardos, interesados, por el rencor o el interés. Se echaba mano de la escopeta o del hacha a causa de unas lindes de terreno en litigio, la herencia mal repartida, el puro y simple robo, rara vez con violencia premeditada, el prurito del heredero impaciente, la envidia del bien ajeno... "La maté porque era mía" era una frase, un concepto que apenas tenía que ver con la realidad.

Ha sido la nuestra una sociedad machista, porque así estuvo establecido desde hacía siglos y es muy meritoria la lucha de las mujeres por sacudirse un injusto yugo, que les dejaba muy pocas salidas. Esquivar la brutalidad del hombre y organizar la vida en el hogar, donde el varón sólo iba para comer, dormir, abusar de la esposa y, si el vino le ardía en el estómago, buscar camorra y azotarla hasta quedar dormido como un cerdo, parecía formar parte de los hábitos nacionales. Un sistema de equilibrio y revancha era pegársela al brutal esposo con algún vecino complaciente y otra, adquirir matarratas en la droguería y administrarlo con acierto.

Muchas mujeres, sobre todo en los barrios castizos de Madrid, comparecían frecuentemente en la comisaría, con verdugones y cardenales en el cuerpo y rostro y allí recibían escaso consuelo y ninguna solución. "¡Algo le habrás hecho tú!", podría ser la deducción policial. La mujer, dolida y marginada, incluso por su propia familia, reunía las suficientes dosis de aguantoformo como para continuar una vida poco envidiable.

Hoy la crónica de sucesos vine cuajada de relatos de tremenda violencia, incluso de crímenes homicidas. Y observo algunas peculiaridades: buen número de las mujeres maltratadas o asesinadas y su pareja son extranjeras, latinoamericanas, de la Europa central o árabes, en gran cantidad quizá porque son muchas y padecen el rigor de sus propios paisanos. Menos frecuente el atentado interracial, los trapos sucios y la degollina, en casa, si dejar de lado el crecido número de inmigrantes que elevan los cupos porcentuales. Otro síntoma frecuente, que sólo suele darse en uno de los sexos, es que cuando el sujeto arremete o mata a la esposa -o ese símil tan estúpido de pareja sentimental- en muchas ocasiones se quita también la vida, algo que rarísimamente sucede cuando es la mujer la que acaba con la existencia del cónyuge. En ocasiones leemos que la víctima ha sucumbido delante de sus hijos menores, lo que eriza nuestra sensibilidad, aunque sea comprensible que un sujeto decidido a terminar con la existencia de su prójimo, le dé igual hacerlo con público que a solas.

Hay quien piensa que en tiempos pretéritos las mujeres no eran asaltadas, en altas horas de la madrugada, a la salida de discotecas y lugares donde se consumen alcohol y drogas y ello hay que achacarlo a que antes no había discotecas y, fuera de las fiestas patronales, la celebración de alguna boda familiar o las francachelas con que la juventud de los pueblos celebraba el sorteo de los mozos que iban a la mili, raros eran los momentos en que las muchachas compartían lo que ahora se llama botellón con sus congéneres masculinos. En ocasiones, el sujeto no liquida a su pareja "porque era mía", sino porque no acaba de comprender que ella decidiese no ser suya y cometiera el peligroso error de creerse protegida por leyes votadas en sede parlamentaria. Y pasa lo que pasa.

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