Kofi Annan, de Ruanda a Irak
Una biografía analiza los errores y aciertos del secretario general de Naciones Unidas
Hay críticos recalcitrantes que han despreciado a Kofi Annan porque creen que tiene las manos manchadas de sangre ruandesa. Su desdén no ha disminuido con los años. Se opusieron a su segundo mandato como secretario general, a la concesión del Premio Nobel de la Paz, y han venido exigiendo continuamente su dimisión.
Nat Hentoff, columnista que suele abogar por los derechos humanos, dijo en 2001 que era un "hecho claro" que "Mr. Annan, cuando estuvo al frente del departamento de misiones de pacificación de Naciones Unidas, podría haber evitado la matanza de ochocientos mil hutus y sus simpatizantes en Ruanda en 1994". Un grupo de supervivientes ruandeses escribió a Annan en 1998 que él tenía una grave responsabilidad por las horribles masacres. Una demanda promovida en 2001 por dos investigadores daneses denunció a Annan por "haber fallado gravemente a las víctimas".
Un grupo de supervivientes ruandeses escribió a Annan en 1998 que él tenía una grave responsabilidad por las horribles masacres
El genocidio de Ruanda no fue una simple lucha entre el bien y el mal. Su génesis y su historia son confusas y complejas, igual que el modo de actuar de Naciones Unidas
Partidarios de la guerra no querían que se llevara el tema a la ONU. Cuando se vieron obligados a hacerlo, trataron a Naciones Unidas sólo como una fuente posible de validación
El discurso dejó claro que la Administración de Bush estaba preparada para la guerra, aunque Annan siguió encontrando dos esperanzadoras señales de paz
La crítica más contundente y sutil se debe a Philip Gourevitch, actualmente editor de The Paris Review, autor de varios artículos en el prestigioso The New Yorker centrados en Annan como malo de la película. Gourervitch echa en cara a Annan no haber dado la voz de alarma al recibir un telegrama del comandante militar de Naciones Unidas en la zona advirtiendo del inminente genocidio de los tutsis en Ruanda. Gourevitch desprecia el argumento de que habría dado igual desde el momento en que el Consejo de Seguridad, dirigido por Estados Unidos, no habría hecho nada. En un artículo de The New Yorker en 2003, Gourevitch escribió: "Aun cuando la decisión de Annan de guardarse para sí la advertencia de su comandante militar no causara un daño considerable -lo cual es mucho conceder-, es incuestionable que no equivocarse es muy distinto de acertar... ¿Y qué decir de la convicción de Annan de que no habría servido de nada dar la voz de alarma meses antes? ¿Cómo lo sabe si ni siquiera lo intentó?
No hay duda de que Kofi Annan se siente culpable con respecto a Ruanda. Como Juan Antonio Yáñez Barnuevo, embajador español ante Naciones Unidas, dijo recientemente: "La experiencia de Ruanda le afectó profundamente. Aquel telegrama debería haber alertado al Consejo de Seguridad, aunque no estoy seguro de que hubiera actuado. Cuando ahora se refiere al genocidio, se emociona mucho. Siente en lo más hondo la experiencia de Ruanda, y la siente con culpabilidad". Yáñez Barnuevo expresó así su comprensión, no desprecio.
El propio Annan ha aceptado la conclusión de una comisión independiente en el sentido de que su departamento de misiones de pacificación, Naciones Unidas como tal y los Gobiernos de los Estados miembros del Consejo de Seguridad fallaron durante la crisis. Está continuamente dándole vueltas a ese fracaso. Lo dijo en una entrevista en el programa Frontline de la cadena PBS en 2004: "Fue una experiencia muy dolorosa y traumática para mí y creo que, en cierto sentido, para Naciones Unidas. No es algo que pueda olvidarse. Es una experiencia que, una vez vivida, forma parte de ti, de tu propia experiencia como ser humano".
No obstante, culpas y críticas deben observarse con perspectiva. El genocidio de Ruanda no fue una simple lucha entre el bien y el mal. Su génesis y su historia son confusas y complejas, igual que el modo de actuar de Naciones Unidas que tan ineficaz se reveló en crisis de tales dimensiones. Las culpas se reparten. No se salvan ni los soldados tutsis que lucharon para salvar a los tutsis. Tal vez recaiga algo de culpa en Kofi Annan, pero hay otros más culpables que él, como el Gobierno americano, entre otros. (...)
El gigante americano
La inminente invasión de Irak consumió todas las energías de Kofi Annan en cuestión de semanas. La guerra de Irak había marcado sus diez años como secretario general. Fue el propio secretario general quien trató, a su discreta manera, de contener al gigante americano. Ciertos críticos sostienen que sin muchos bríos. Pero un secretario general tiene un poder limitado. Más que nada, autoridad moral. En cualquier caso, Kofi enojó a los halcones que rodeaban al presidente Bush lo suficiente como para desmerecer a sus ojos. Algunos sintieron la necesidad de bajarle los humos.
Annan no se lanzó a una oratoria desaforada para disuadir a la Casa Blanca de invadir Irak. Al contrario, se centró en atraer a los americanos a los procedimientos de Naciones Unidas. Insistió sin descanso en que cualquier decisión de guerra debería tomarse por el Consejo de Seguridad en su conjunto, preferiblemente por unanimidad. Como Francia y Rusia se oponían a la invasión, la unanimidad sólo habría alcanzado para una resolución que no llegaría a autorizar una guerra. Annan quería que los americanos siguieran hablando y que los inspectores prosiguieran con su trabajo hasta que los americanos vieran la situación con algo más de perspectiva. Pero eso no ocurrió nunca.
Nunca existieron muchas posibilidades de impedir la invasión de Irak. Dirigentes partidarios de la guerra como Dick Cheney no querían que se llevara el tema a Naciones Unidas. Cuando se vieron obligados a hacerlo, trataron a Naciones Unidas sólo como una fuente posible de validación. A sus ojos, Naciones Unidas sólo valía para una cosa, dar su conformidad a la guerra. Los partidarios de la paz, entre ellos el secretario general, confiaban en que Naciones Unidas desplegara suficiente actividad diplomática para retrasar, obstaculizar y finalmente impedir la guerra. No era más que una esperanza, aunque fuera una empresa desesperada.
Ahora sabemos que el presidente Bush estaba decidido a ir a la guerra muchos meses antes de plantear el tema en Naciones Unidas. No está claro por qué. Le dijo al dirigente palestino Mohammad Abbas que Dios le había dicho que lo hiciera. A otros les había mencionado la necesidad de vengar el intento de asesinar a su padre durante un viaje a Oriente Próximo en 1993. Tal vez quisiera culminar lo que había dejado su padre por hacer en la guerra del golfo Pérsico. O puede que tuviera sinceramente la sensación de que Sadam Husein e Irak eran una amenaza para Estados Unidos. (...).
Voces belicosas
Kofi Annan escuchó todas las voces belicosas de Washington con alarma y cierta esperanza. Cuando el presidente Bush compareció en la Asamblea General de Naciones Unidas un año y un día después de la destrucción del World Trade Center, el secretario general tuvo la sensación de que las probabilidades de una guerra habían aumentado. "Creí que estábamos más cerca", recuerda, "pero tenía la esperanza de que pudiéramos alejarla, de que haríamos lo que pudiéramos por alejarla".
Siguiendo con el protocolo habitual, el secretario general habló en la primera sesión de la Asamblea General poco antes de que lo hiciera el presidente de Estados Unidos. Pero, a diferencia de la práctica habitual, el discurso de Annan había sido remitido a la prensa la víspera y había sido publicado en los periódicos de la mañana antes de que él hablara. El redactor Edgard Mortimer había sugerido anticiparse para evitar que pasara inadvertido para los periodistas, más dispuestos a centrarse en las palabras de Bush. "Lo comentamos", dice Annan, "... y llegué a la conclusión de que el mensaje era importante y debía difundirse... Porque lo que suele pasar es que, como el presidente habla el mismo día..., la prensa se centra en su mensaje y a veces el del secretario general pasa inadvertido". Sin embargo, en la Casa Blanca consideraron que la difusión anticipada era un intento de quedar por encima del presidente, la primera de, según ellos, una serie de actuaciones irritantes del secretario general.
Una parte del mensaje de Kofi Annan fue bien acogida en la Casa Blanca. En relación con el regreso de los inspectores dijo a la Asamblea General: "Insto a Irak a cumplir con sus obligaciones, por su propio pueblo y por el orden mundial. Si el desafío de Irak continúa, el Consejo de Seguridad debe asumir sus responsabilidades".
Pero también alertaba contra el hecho de que un solo Estado se erigiera en gendarme. "Comparezco hoy ante ustedes", dijo, "como partidario del multilateralismo por la historia, por principio, por la Carta fundacional y porque es mi obligación... Porque elegir o rechazar el multilateralismo no es una cuestión de conveniencia política para un Estado, sea grande o pequeño. Tiene consecuencias que van más allá de lo puramente inmediato".
A continuación abundó en su tema favorito. "Si un Estado es atacado", dijo, "tiene derecho a la autodefensa... Pero aparte de eso, cuando un Estado decide emplear la fuerza para abordar amenazas más amplias contra la paz y la seguridad internacionales, no hay sucedáneos para la legitimidad única, que reside en Naciones Unidas". El presidente Bush dejó claro poco después que aceptaba esa teoría de la "legitimidad única" de Naciones Unidas sólo en el caso de que sirviera a la voluntad de Estados Unidos. (...)
Señales de paz
El discurso dejó claro que la Administración de Bush estaba preparada para la guerra, aunque Annan siguió encontrando dos esperanzadoras señales de paz. La primera fue la intención americana de trabajar con el Consejo de Seguridad para aprobar nuevas resoluciones. La segunda fue que Bush, a diferencia de Cheney, no hubiera rechazado nuevas inspecciones como forma de desarmar a Sadam.
La mayoría de diplomáticos y analistas se centraron en las palabras del presidente, pero los halcones americanos no pasaron por alto el discurso del secretario general. Les pareció muy problemático lo que había dicho de la legitimidad de Naciones Unidas. El dibujante conservador de Los Angeles Times Michael Ramírez hizo una serie de caricaturas no precisamente sutiles en las que Bush era Winston Churchill, y Annan, Neville Chamberlain.
Para colmo, a ojos de los halcones, en los días que siguieron, Annan convenció al ministro iraquí de Asuntos Exteriores, Naji Sabri, para que cambiara la política de Irak y aceptara el regreso de los inspectores. Sabri había asistido a la sesión inaugural y había oído el discurso de Bush. Annan no había logrado convencer a Sabri cuando se vieron en Viena dos meses antes, pero esta vez tuvo éxito. Sabri había captado los aires de guerra en Nueva York.
Pero Sabri, recuerda Annan, "estaba en una situación difícil porque dependía de Bagdad". Después de hablar con su país, se presentó con "una de esas cartas que contienen tantas cauciones y están redactadas en tales términos que admiten diversas interpretaciones". Annan fue claro. Le dijo a Sabri: "Necesitamos una carta clara que invite a volver a los inspectores para que cumplan con su cometido sin cortapisas ni condiciones de ningún tipo".
La carta final, dirigida a Kofi Annan y firmada por Sabri, parecía clara. "Tengo el placer de informarle de la decisión del Gobierno de Irak de autorizar el regreso de los inspectores de armas de Naciones Unidas sin condiciones".
Irak, seguía la carta, quería "disipar cualquier duda de que posee armas de destrucción masiva... y estaba dispuesto a discutir las cuestiones prácticas necesarias para la reanudación inmediata de las inspecciones". Lo único que pedía, seguía la carta, era que los miembros de Naciones Unidas respetaran "la soberanía, la integridad territorial y la independencia política de Irak".
El 16 de septiembre, cuatro días después de los discursos, un contento y sonriente secretario general compareció ante las cámaras y micrófonos de los medios de comunicación. "En este edificio han sucedido muchas cosas desde el jueves", dijo a los periodistas. Primero se refirió a Bush. "Creo que el discurso del presidente ha galvanizado a la comunidad internacional", dijo.
A continuación anunció que los iraquíes habían aceptado el regreso de los inspectores "sin condiciones". Agradeció a la Liga Árabe su colaboración para convencer a Irak de que aceptara y dijo que pasaría la carta al Consejo de Seguridad.
Pese al elogio del presidente Bush, la Casa Blanca se puso furiosa con Annan. La puerta más sencilla para entrar en la guerra habría sido la negativa de Sadam Husein a admitir a los inspectores. Y ahora el secretario general la había cerrado. Había convencido a los iraquíes de que cedieran y les había ayudado a escribir la carta. Un funcionario de la Administración dijo en tono despectivo a The New York Times: "Está claro que el secretario general quería ocupar el plano antes que nadie". El embajador americano John D. Negroponte transmitió a Annan el malestar de la Casa Blanca.
La Casa Blanca insistió en que la carta no era tan incondicional como Annan decía. Su portavoz Scout McClellan dijo a los periodistas: "Éste es un paso táctico de Irak con la esperanza puesta en evitar una acción contundente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Y es una táctica que va a fracasar".
"Bravata iraquí"
Condoleezza Rice, consejera de seguridad nacional y futura secretaria de Estado, telefoneó al secretario general. Le censuró el jaleo que había armado por la carta. No le parecía tan importante. Dejó entrever que era la típica bravata iraquí que acabaría en una negativa a cooperar. Annan respondió que todo el mundo había estado presionando para que los iraquíes autorizaran el regreso de los inspectores para hacer su trabajo y que era importante que volvieran, toda vez que los iraquíes habían prometido cooperar.
Algunos funcionarios de la Administración de George Bush creían que se había excedido en sus obligaciones de secretario general al ayudar a los iraquíes a escribir la carta. "Ha traspasado los límites", dijo un diplomático americano. Pero Annan insiste en que actuó de conformidad con la Carta de Naciones Unidas. "Creo que es mi deber como secretario general", dice, "contribuir al cumplimiento de las resoluciones de Naciones Unidas siempre que pueda".
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