Lo real, lo simbólico
Algunos portugueses siguen esperando el retorno de Don Sebastián. El sebastianismo es casi un movimiento religioso. Una necesidad de lo simbólico, una creencia en el mito. La leyenda dice que volverá una mañana de niebla regresando de la isla lejana donde ha estado esperando el momento de su retorno. Y Don Sebastián vuelve para devolver a Portugal su perdida grandeza. Eso es el mito, la superstición o la decadente creencia en devaneos imperialistas. No necesita Portugal, ni se espera en Lisboa, ningún mítico Don Sebastián. Así lo piensan, escriben, cantan o muestran la tribu de portugueses que en estos días se reparten por esta otra capital ibérica para recordarnos lo cerca y lejanos que estamos nosotros de ellos. Incluso, ellos de nosotros. Hace unas décadas decíamos, cantábamos, menos mal que nos queda Portugal... Y todavía sigue quedándonos. Nos seguimos ignorando con más o menos elegancia. Ellos más elegantes. Nosotros a nuestro estilo. Y sin embargo, parece que tenemos más suerte. A ellos nunca les llega Sebastián y nosotros ya lo tenemos en campaña.
No soy muy creyente, pero como a Cirlot o como a Pessoa, me interesan mucho los símbolos. Creo, aunque ciertamente sin demasiada confianza, sin demasiada fe, que la elección de Sebastián para la alcaldía de Madrid tiene un significado simbólico, una fuerza potencial y una ruptura con las tinieblas que abren nuevas esperanzas. El sebastianismo nuestro también debería ser una ruptura con lo apostólico y romano. Una ruptura con lo que representaba el anterior candidato que dijo no, el ex bueno de Bono. Visto el perfil del nuevo candidato, mirado desde lo simbólico ibérico, si yo fuera Gallardón no estaría tan sobrado de luces y tan pasado de cuentas. La realidad, sus números y sus obras se pueden poner interesantes.
Valle-Inclán, que nació un día como ayer de hace 140 años y que murió hace 50 y unos meses, sigue vivo entre nuestras calles intransitables, entre nuestra estupidez de gobiernos y desgobiernos, entre nuestras absurdas maneras radiadas, escritas o televisadas. El otro día comprobé, una vez más, la vigencia del esperpento. El esperpento sigue siendo una de las mejores maneras de vernos reflejados. Ciertamente yo pasaría a todos los gobernantes y a los candidatos por el callejón del Gato. Después de reconocerse en esa figura deformada podemos empezar un sincero diálogo. ¡Qué vivo ese esperpento de Valle-Inclán, Divinas palabras, que Gerardo Vera, en compañía de grandísimos actores, ha estado representando en el nuevo Centro Dramático de Lavapiés! Hoy se terminan las funciones después de su gira por muchas capitales españolas, antes de marchar a Rusia y seguramente, así lo esperamos, condenada a volver para seguir recordándonos como fuimos, como somos.
Valle también era un amante de los símbolos, pero no se estaba quieto como Pessoa, podía salir a palos contra lo que no le agradaba. Ejemplo de rebeldía. Y ejemplo de contradicción que no es poco. Cuando estuve en el teatro de su nombre viendo su esperpento, su tragicomedia de aldea, estaba rodeado de jóvenes de final de bachiller, cargados con sus móviles, deseando escaparse y hacer ruidos. Me temí lo peor. Comenzó la obra y las bromas se quedaron aplazadas, los móviles apagados y los rumores en sordina. Entre sorprendidos y temerosos asistieron al espectáculo de verse a sí mismos en aquellas imágenes tan deformadas y, sin embargo, no tan ajenas. Que vuelva Valle.
No usa las armas de Valle, pero también nos ha sabido enseñar un mundo tan extrañamente real que muchas veces parece esperpéntico. Hablo de uno de los grandes fotógrafos del pasado siglo. No hacía ruido, ni teatro; no peleaba, no quería perder ni la mano ni la vista. Era humilde y peruano, se llamaba Martín Chambi, sus fotos tan vivas de esa gente que parecía tener la muerte anunciada al posar, nos emocionan por lo real y lo simbólico. Una extrañeza de diálogo entre lo vivo y la muerte que el otro día señaló en su presentación el muy vivo, aunque algo exagerado, Alfredo Bryce Echenique. El que quiera enfrentarse a sus fotos que se acerque a su exposición en los bajos de la Telefónica madrileña. No estaría mal que algún día, como hacen en el Empire State, ese telefónico imperio nuestro, el primer rascacielos de una ciudad un tanto chata, nos enseñara su terraza. Ahora que no hay peligro con las bombas franquistas sería todo un detalle. ¿O alguien mantiene atávicos miedos?
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