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Pechos

Como otras muchas mujeres que padecen el cáncer de mama, una enfermedad que obliga a reflexionar sobre la salud y la enfermedad, el cuerpo y la apariencia, he aprendido a amar mis heridas.

He descubierto que el paso de la salud a la enfermedad supone una alteración para el enfermo en su relación con el mundo y consigo mismo, porque se es enfermo después de que se está enfermo. No tiene que ver tanto con la verdad, cuanto con una alteración de la imagen, del lugar donde uno se sitúa. No es tanto el síntoma ni el dolor, cuanto el descubrirse enfermo, una nueva dimensión del ser. La normalidad de la identidad del sano se rompe y así se inicia una nueva manera de enfrentarse al mundo y a los otros.

Lo primero: se piensa en la muerte. La muerte para el enfermo aparece como el misterio. Después del primer caos, del desconcierto y de la fractura de lo cotidiano, viene la idea de la muerte. En cada síntoma, en las frases de los médicos y en las estadísticas, la dimensión muerte aparece de frente. Pero la muerte y la enfermedad no están relacionadas, son dimensiones diferentes, se es enfermo en la vida, y enfermar es entrar en lo desconocido, donde no hay enseñanzas ni aprendizajes. Se lucha contra la enfermedad, no contra la muerte, porque, como dice Emmanuel Levinas, de cuyo nacimiento se cumple ahora el centenario: "La muerte nunca puede ser asumida, llega". Delante de la enfermedad, más que a la muerte, el enfermo teme a la persona que será después de la experiencia del dolor.

Hay una alteración de las relaciones del enfermo con el mundo. Los vínculos personales, familiares, laborales, sociales se ven afectados y desestabilizados, y aparece un nuevo encuentro: el del enfermo con el médico.

El tratamiento mediante quimioterapia y radioterapia del cáncer es minucioso y necesita de mucho tiempo. El paciente debe someter su cuerpo a otro dolor que quiere salvarle, un tratamiento que produce sufrimiento, que altera su cuerpo, que no puede simular salud. Y de repente hay un nuevo tiempo, el tiempo para el enfermo cambia y sólo entiende del presente.

En la mujer con cáncer de mama hay dos momentos de ruptura con la imagen: la amputación del seno y la caída del cabello, que obligan a otro encuentro con el propio cuerpo. Se puede padecer un dolor sin mostrarlo, nadie puede más que uno sentir la punzada del dolor en el cuerpo -"el sufrimiento físico es, en todos sus grados, imposibilidad de separarse del instante de la existencia" (Levinas)-, pero enfrentar el rostro que cambia a los otros que callan, mantener la dignidad de la imagen en un cuerpo que parece desvanecerse, supone también un reto para el enfermo.

La pérdida del cabello en la mujer es una preocupación que no es superficial, forma parte profunda de algo esencial e identitario. A la enfermedad, a la amputación del pecho (pecho de madre, de mujer, cauce de lo erótico), se añade un nuevo padecer, el cabello (que muchas culturas ocultan mientras que la nuestra lo sublima, con cortes de moda o adornos). A los quince días del primer tratamiento suele comenzar a caerse, y cuando cae, se produce una amputación. Hay lugares especializados que protocolizan ese momento y ayudan a mantener la apariencia. Para muchas mujeres, la peluca supone una victoria frente a la enfermedad, pero también quienes prescinden de ellas aprenden a verse a sí mismas de nuevo. Cada decisión personal es una forma de presentar batalla individual a la enfermedad.

Muchas mujeres deciden reconstruirse el pecho. Desde la Antigüedad, el hombre trata las heridas y los defectos. La mujer que no optó, durante la masectomía, por reconstruirse -reconstrucción inmediata (ya que es posible que a la vez que se quita el pecho, en algunos casos, empiece el proceso de su restauración) o después, reconstrucción retardada-, debe enfrentarse a vivir con una imagen corporal cambiada. Aunque también se puede mitificar la herida: hay belleza en el cuerpo roto, en la vulnerabilidad del seno ausente.

Hay mujeres sanas que se operan el pecho en busca de una determinada imagen, pero las mujeres sin mama, al operarse, no buscan la perfección, sino la normalidad, la restauración de la herida causada, como un paso más del tratamiento de la enfermedad. Una decisión que determina la relación futura de la mujer con su cuerpo, del amante con el cuerpo de la mujer. Ahí, la mujer de nuevo decide y aprende el valor de la imagen, su postura ante lo femenino y el valor de la caricia.

La vuelta del enfermo a la salud supone la incorporación a la vida, pero ya se es otro. Se es testigo, como se es superviviente; se tiene nostalgia de la salud absoluta; la experiencia se fija en busca del sentido y de un nuevo conocimiento de los demás, de quienes acompañan o desaparecen. Algunas relaciones se pierden para siempre, otras se intensifican; el amor puede aparecer como una experiencia que ayuda a trascender y huir de la muerte.

La persona conoce su vulnerabilidad, pero también su fuerza. Tiene toda la vida por delante, pero ya no amenaza sólo la muerte: ahora también está la enfermedad. El valor de mundo, lo que es importante, se altera, y el enfermo sano aprende a distinguir, y a veces consigue olvidar, pero siempre la experiencia le da un conocimiento que le distingue.

A pesar de todo, hay una manera de transitar por la enfermedad, un transitar acompañado, que salva de la angustia. Cuando uno enferma se descubre parte del grupo humano más necesitado de afecto, un otro en un mundo para sanos. El convertirse en testigo puede salvarle. Quienes prefieren ignorar, mirar a otro lado, no molestar, deben conocer la importancia de su respuesta, de su escucha, tienen la oportunidad de acompañar. Cada uno debe asumir su propia enfermedad, pero todo ser humano es vulnerable. La diferencia entre el enfermo y el sano es que el enfermo lo sabe.

Hay que establecer un nuevo diálogo responsable entre el enfermo y su mundo. La sociedad médica comienza a comprender la necesidad de atender la narración del enfermo, la importancia de su relato. No debe tratarse sólo su cuerpo, sino también su palabra.

Esther Bendahán es escritora.

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