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Medio siglo de TVE

En un momento en que ya es posible ver mensajes televisivos a través del teléfono móvil, el voluminoso electrodoméstico audiovisual que obligó a reorganizar la topografía de nuestras salas, para encarar una "chimenea electrónica" de cuya luz fría emanaban relatos sin fin, se asocia al lejano protodesarrollismo franquista.

Más de la mitad de los españoles ya no puede recordar cuándo entró aquel mueble en casa, pues nacieron cuando ya estaba entronizado como altar doméstico, aunque ahora se ha banalizado con pequeños aparatos individuales en dormitorios y cocina, perdiendo aquella función cohesiva que tenía como chimenea hogareña para toda la familia, aunque mantenga todavía la de adoctrinador preescolar para los bebés. En España nos llegó en mal momento, cuando el ministro Gabriel Arias Salgado, que tuteló aquel invento a través de la dirección general de Radiodifusión y Televisión, tenía como meta prioritaria salvar almas para el cielo, función que monitorizaba a través de las confidencias de los confesionarios. Para colmo, por encima del ministro estaba el caudillo que, con su televisor en palacio, ejercía como Gran Censor con sus gustos y criterios. Puesto que le gustaban los westerns, era menester que los westerns menudeasen en la programación. Y, además, la programación se basaba en lo que se mostraba y en lo que se ocultaba. No sólo se ocultaban escotes apetecibles con un "chal del pudor" institucional, sino que la revolución portuguesa de abril de 1974 se administró con cuentagotas, mientras que Carlos Arias Navarro y seis ministros suyos contemplaron con inquietud en una sala privada dos horas de reportajes del desmoronamiento del régimen hermano. Por entonces ya se sabía que lo que no aparecía en televisión no había existido.

No se ha hecho todavía un verdadero análisis de la construcción ideológica que supuso la imaginería de la televisión franquista, con el laboriosamente negociado abrazo del presidente Eisenhower a Franco en Madrid ante las cámaras (1959), con la boda del rey Balduino y Fabiola de Mora y Aragón que engarzó a la patria con las monarquías europeas (1960), con la llegada del primer hombre a la Luna (1969), de la que Jesús Hermida no se enteró de que era un episodio clave en la guerra fría por la dominación militar del espacio... Pero la potente televisión estatal no pudo ocultar la agonía ni la muerte de Franco, tuvo un papel crucial en la desactivación del golpe de Estado de febrero de 1981 y contrastó con la autocontenida televisión norteamericana en septiembre de 2001 al exhibir un exceso de visibilidad del devastador atentado islamista en la estación de Atocha en marzo de 2004, que luego le sería recriminado por sus víctimas y allegados.

Durante el franquismo, TVE fue un púlpito disfrazado de ventana, función que se fue atenuando o matizando a lo largo de la democracia. Se hizo adulta con Hablemos de sexo, espacio desculpabilizador conducido por Elena Ochoa (futura lady Forster), y conoció su edad de oro cuando estuvo pilotada por Pilar Miró. Luego llegaron los canales autonómicos (1983) y los canales privados (1989), que habían peleado por su derecho a la libertad de información y expresión, cuando pronto se vio que lo suyo era de verdad la libertad de negocio. Y algunas televisiones públicas, como ya había sucedido en Italia, sucumbieron a la tentación de competir con ellas por abajo, en vez de competir por arriba en excelencia. Esto resultó muy evidente en el sector mal llamado de "prensa del corazón", que en realidad es "prensa braguetera", pues se interesa más por esta parte que por la otra, y de la que fue pionera precisamente la televisión pública valenciana con Tómbola. Las televisiones privadas introdujeron en nuestra jerga dos neologismos descalificadores -telebasura y contraprogramación- y privilegiaron su función de diseminadoras de cliché visual para los ojos de las masas.

La gran era de las telenovelas (latinoamericanas y norteamericanas) sedujo al mercado mostrando las andanzas de personajes guapos y ricos, pero no felices, y explicando que los dos pilares que sostienen a la sociedad son la cama y el dinero. Contribuyeron a la fidelización de las audiencias con la continuidad discontinua y serializada de "lo mismo, cada vez distinto", pero como sus pasiones eran ficticias, inventadas por guionistas, pronto dieron paso a las más estimulantes pasiones auténticas de los reality shows -que Paco Lobatón introdujo con ¿Quién sabe dónde?-, en los que las lágrimas, la sangre y el semen de los personajes eran de verdad. Esta fórmula conoció diversas variantes hasta llegar a Operación triunfo, cuyo éxito se ha basado en el sinergismo de tres formatos muy populares: el espectáculo musical, el concurso y el reality show, por no mencionar su capacidad mitogénica en la industria musical, capacidad que había asentado ya, basado en la telegenia, una larga saga de star-media-system, con José María Íñigo, José Luis Balbín, Rosa María Mateo, Tip y Coll, Mayra Gómez Kemp, Ángeles Caso... y así hasta llegar a Alfredo Urdaci y Letizia Ortiz.

Ingresados ya en la era digital, TVE afronta ahora una frondosa selva de opulencia electrónica, que tal vez se caracterizará por lo que Herbert Schiller calificó irónicamente como "una gran variedad de lo mismo". Pero los criterios cuantitativos (propios de empresarios, ingenieros y economistas) raras veces coinciden con los criterios cualitativos. Ante la actual prodigalidad televisiva, Umberto Eco nos ha advertido de que "hoy es un signo de distinción no salir en televisión". Y la inflación de la oferta nos debe hacer recordar que sobreinfor-mación significa también desinformación, incrementa la dependencia de los baratos y poco arriesgados enlatados de Hollywood, evidencia los límites del pastel publicitario, e incita a competir en sensacionalismo mediante la telebasura barata.

Al cumplir medio siglo, el reto de la nueva era digital no es para TVE sólo un reto tecnológico y un reto comercial, sino sobre todo un formidable reto cultural.

Román Gubern es catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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