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Reportaje:EL MADRID QUE NO FUE

Un incendio que cambió la historia

Más de 500 cuadros de Velázquez, Rubens Durero y Brueghel ardieron en 1734 con el Alcázar, sobre el que se edificó el Palacio Real

Un castillo medieval de torres tubulares, techadas todas con empinados chapiteles de pizarra y rematadas por afiladas saetas, corona el más alto horizonte de Madrid hacia poniente. Así podría ser descrito, aún hoy, el perfil oriental de la ciudad de no haberse desatado, en una noche invernal, un estremecedor incendio que redujo a escombros aquella real fortaleza, hace casi tres siglos. Había permanecido erguida seis centurias como poderosa atalaya, con sucesivas ampliaciones y mejoras hasta aquella infausta Nochebuena del año de 1734.

El fuego se había originado en un aposento del pintor de Corte Jan Ranc, donde, al parecer, mozos de palacio se habían embriagado al calor de la festividad navideña, desatendiendo en su extravío a una furiosa chimenea holgada de leños ardientes. Las llamas del tiro saltaron a un prieto cortinaje y bien pronto, tanto las ventanas, con protectores parecidos a los fraileros, como las carpinterías, los muebles, las camas con dosel y los numerosos bargueños y arcas que jalonaban los pasillos del palacio, fueron devorados por llamas. Al poco, comenzaron a morder también de muerte armazones y artesonados de madera, que componían la osamenta del real alcázar.

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Símbolo, joya y relicario

De su interior surgieron velozmente criados y palafreneros, que intentaron poner a salvo algunos de los tesoros que el alcázar albergaba. Ante el furor del fuego, al que nadie atacaba por su tórrida flama, cargaron cinco carros con siete caballos y mulas cada uno, "con oro, plata, joyas y monedas del ajuar de los infantes y salieron arreando", según cuentan las crónicas. Adentro, acosados por el humo, se hallaban más de 2.000 lienzos que formaban la mejor colección de pinturas del mundo, acopiada tesoneramente desde tiempos de Isabel I de Castilla y legada a sus herederos. Tiziano, Tintoretto, Ribera, Durero, Leonardo, Brue-ghel... habían incrementado el patrimonio regio a partir del reinado de Felipe II y su hijo. De la etapa de Felipe IV, el más refinado de los monarcas, procedían numerosas obras de Diego Velázquez y Pedro Pablo Rubens, algunos de cuyos magníficos lienzos, como un retrato ecuestre del rey, realizado por el pintor-embajador flamenco, y La expulsión de los moriscos, además de otros de trasunto mitológico, como Apolo, Adonis y Venus, del genial sevillano ambos, fueron devorados por las llamas.

Otras pinturas destruidas habían sido adquiridas durante el reinado de Carlos II quien, pese a sus limitaciones biológicas, apostó muy fuertemente por incrementar las colecciones reales con lienzos de Lucas Jordán, Claudio Coello y Carreño de Miranda. Hasta 500 lienzos desaparecieron para siempre, pero 1.038 obras de arte fueron salvadas del incendio. No se dejó al pueblo de Madrid participar en la extinción del incendio, "por temor al saco", y casi únicamente lo hicieron frailes del cercano convento de San Gil. Miles de ornamentos religiosos, ropajes, reliquias, incluso una flor de lys que la leyenda hacía descender del cielo, se consumieron bajo las llamas.

El castillo, conocido como Alcázar por el origen árabe de sus cimientos y de algunos de sus paramentos bajos, albergaba en su interior la Casa del Rey, entonces Felipe V, primer monarca de la Casa de Borbón, reinante desde 1700. Pero, nacido francés y habituado a los grandes parterres, praderas y setos del palacio de Versalles, en la periferia de París, no amaba el Alcázar, que la dinastía anterior, la rival Casa de Austria, había convertido en insignia de su añejo poder. Felipe prefería en Madrid el palacio del Buen Retiro.

El Alcázar era en 1734 de planta rectangular formada por dos cuadrados con sendos patios, llamados de la Reina y del Rey. Se hallaban ambos conectados por la capilla real, la pieza más ornamentada, hasta el abigarramiento con relicarios y exvotos, de cuantas componían aquella gran mansión que, desde 1534, por orden de Carlos el Emperador, había sido profundamente transformada en sus fachadas y estancias. El palacio adquirió su mayor esplendor bajo el reinado de Felipe III, entre 1599 y 1625 al que los madrileños, para disuadirle de que mantuviera la Corte en Valladolid, traslado que hizo entre 1601 y 1606, regalaron enormes sumas para aquí retenerlo. Aquellos dineros sirvieron para que Felipe III invirtiera en sus instalaciones. Pero Felipe V de Borbón, veía en el Alcázar la expresión de un pasado macilento e insuperable, del que quería desprenderse. El incendio vino a satisfacer aquel desdén regio.

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