Diablos de gasolina
En un recodo del box, oculto tras una pila de neumáticos de lluvia, Fernando ha puesto al mundo bajo sospecha. Lleva colgado un largo parte de incidencias; tiene un cumplido historial de puertas voladoras, depósitos lastrados de combustible y absurdos cambios de planes, así que, por un acto reflejo, el mismo que le permite acelerar y frenar en un microsegundo, se siente víctima de una conspiración de mecánicos vendidos, representantes celosos, financieros volubles y amigos de conveniencia. De un día a otro, sus sueños de gloria se han convertido en un resabio paranoico; por eso pulsa los mandos con el tacto meticuloso de un detective en apuros y revisa los programas de ordenador con la mirada inquieta de quien busca al enemigo en casa.
A unos metros de distancia, precedido por su corte de abanderados, secretarias, bocinas, caballitos rampantes y otros fetiches de la basílica de Maranello, Michael Schumacher vuelve a dar el engañoso bostezo de la fiera. En realidad, sólo está templando la musculatura de las fauces; no se acomoda para dormir, sino para morder. Por un derecho divino que sólo adquieren los grandes campeones, no hay memoria para la zona oscura de su pasado. Nadie recuerda en voz alta los tiempos en que sometió a Damon Hill, el hijo de Graham, a todas las formas posibles de acoso. En una medida persecución, logró desmontarle el sistema nervioso y finalmente lo sacó de los circuitos y de la nómina.
Con sus hombros de lagarto, sus colmillos alemanes y su mentón blindado, husmeaba los micrófonos y la carretera con ansiedad, como los saurios buscan cualquier indicio de vida. Merodeaba por las escuderías con la esperanza secreta de ponerse encima un mono rojo. Cuando entró en Ferrari, supimos que había encontrado su auténtica piel.
Luego, nos hicimos ferraristas en algún minuto de nuestras vidas. Conseguimos olvidar su arrogancia distante y nos unimos a él para derrotar a todos los enemigos posibles. Cuando agotamos el escalafón, empezamos a buscar en las hemerotecas. Un día, Michael ganaba su sexto campeonato y con ello vencíamos al rival definitivo: por fin habíamos batido al incorruptible Juan Manuel Fangio. Pero en eso apareció Fernando y batió todas las marcas de precocidad y excelencia.
Y hoy, por una inversión del destino, Fernando defendía su título, Schumacher se había transformado en primer aspirante, y los tifosi de medio mundo consideraban al nuevo campeón una figura insolente, casi un usurpador. Al parecer, su precisión de gato, su barbilla montañesa y su irritante sinceridad juvenil, tan áspera, pero tan firme, personificaban ahora al diablo sobre ruedas.
Al diablo con ellos, Fernando.
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