Vidas no ejemplares: Brecht & Galileo
Brecht cargó con Galileo durante media vida. La escribió y reescribió (él y quince colaboradores "no acreditados", como era habitual) tantas veces porque era su sombra, su espejo oscuro. Realmente es muy difícil no ver al propio Brecht tras ese Galileo más artista que científico, un "artista de la razón" que mantiene una relación casi erótica con la realidad: levanta sus velos para poder verla un día desnuda y resplandeciente. Galileo y Brecht son dos Grandes Contradictorios. Cuando los nazis llegan al poder, Brecht no se va a Rusia (porque, como dice con amplísima metáfora, "allí no podría obtener suficiente azúcar para mi café") sino a Estados Unidos, al mismísimo corazón de Mahagonny, del mismo modo que Galileo rechaza Venecia, que acoge a los sabios pero les paga mal, y opta por Florencia, que les censura pero les ofrece fortuna; también Brecht reniega de su fe ("nunca he pertenecido al Partido Comunista") para escapar del comité de McCarthy, la nueva Inquisición, y "reescribe" El proceso de Lúculo cuando las autoridades de la RDA le exigen rectificar el mensaje pacifista de la obra para ponerla al servicio de "la guerra antiimperialista de Corea" (y tantas y tantas otras cosas). Sin embargo, Brecht considera la retractación de Galileo como "el pecado original de la ciencia moderna". Las bombas arrasan Hiroshima mientras Brecht, Losey y Laughton ensayan la segunda versión del texto en Los Ángeles y es así como se intensifica la visión de un Galileo "culpable", combinada (todo en Brecht es combinación de verdades) con el secreto aplauso ante esa curva moral que, según sus palabras, "es el camino más corto entre dos puntos cuando hay un obstáculo". Siempre me vuelvo a emocionar ante la primera escena de la obra, cuando Galileo explica al pequeño Andrea Sarti los sistemas de Ptolomeo y Copérnico con ayuda de una silla y una manzana: es Merlín transmitiendo su saber al joven rey Arturo como un prodigioso juego mágico, y Brecht es puro Rossellini acercando la cámara al rostro de ese hombre que "no podría rechazar una idea nueva ni un vaso de buen vino". Quizás haya una extraña simetría entre el texto, el personaje, y su descubrimiento: "El universo ha perdido su centro. Ha bastado una noche para que aparezca un número infinito de ellos". En Galileo no hay "asunto central" sino sucesión de enfoques, de capas de verdad, y a cada nueva escena Brecht modifica las lentes de su telescopio y la angulación de la luz para mostrarnos una faceta distinta de ese coleóptero gordo, de coraza quitinosa y alas imprevistas.
A Simon Russell Beale, un presunto oso de peluche con zarpas de tigre siberiano, le he visto hacer el mejor Hamlet, el mejor Yago, el mejor Vania, y ahora, en el National Theatre, el mejor Galileo, la cumbre de Brecht, elegida por Howard Davies para conmemorar el 50º aniversario de su muerte. No lo tenía fácil Russell Beale: en 1980, la interpretación que consagró a Michael Gambon, en el mismo NT, marcó una cota que parecía insuperable, y tampoco era manco el trabajo de Richard Griffiths (el soberbio profesor de The History Boys) en 1994, en el Almeida, en una versión de David Hare que, con algunos añadidos, es la misma que "el mejor actor de su generación" (un cliché que por una vez es cierto) representa ahora en el Olivier, la gran sala del National. Simon Russell Beale es un "completo", como se calificaba antes a los grandes toreros, los que conjuntaban reflexión y arrojo, y lo mejor de su faena es que no busca en ningún momento hacer "simpático" a Galileo aunque exhale sensualidad y pasión, narrando sus descubrimientos como si fueran cartas de amor o revelaciones detectivescas. Es un Galileo al que vemos crecer en escena, y envejecer sin necesidad de maquillaje; un Galileo pícaro como el soldado Schweyk (cuando vende al Gran Dux como invento propio un catalejo que ya existe en Holanda), intransigente con su hija, goloso de saberes, y flagelándose ("¡46 años y todavía avanzando como un niño!") con un ansia secreta de castigo que aflorará en la impresionante escena final. Hay "modernizaciones" innecesarias en el montaje de Howard Davies, como esos cigarrillos que SRB fuma sin parar, o ese vestuario actual que busca por la vía fácil un paralelismo entre los científicos de hoy y una Curia equivalente a las jerarquías académicas y empresariales, pero eso es el chocolate del loro, porque su puesta en escena es rigurosamente clásica. Ningún director à la page se hubiera atrevido, por ejemplo, a montar el soberbio diálogo entre Galileo y el joven sacerdote campesino (Zubin Varla), casi dos agrimensores a las puertas del Castillo, tranquilamente sentados, dejando que sea el debate lo que "se mueva" y sin que el ritmo se resienta. Son tres horas que fluyen a su aire, con sus torbellinos y sus remansos: pensé todo el rato en las cadencias de Find Me Guilty, la última e incomprendida joya del viejo y sabio Sidney Lumet. Hay más ecos cinematográficos: Davies narra el proceso de Galileo como si fuera el de Arthur London en La confesión, de Costa Gavras (es decir, como una purga estalinista) y nos escamotea el juicio (sólo escuchamos fragmentos del veredicto a través de una puerta entreabierta) como hizo Hitchcock en Frenesí. También hay un cariñoso sombrerazo a Kurt Weill (un cantante tan afiebrado como Nick Cave desgarra el "romance de Galileo" en un repentino cabaret berlinés) y traza puentes sutiles y poderosos con Ibsen (la megalomanía final de Galileo, autoconvertido en centro del universo, no está lejos de la del médico de Un enemigo del pueblo) y con el mismísimo Shakespeare: el momento en que el Cardenal Barberini (Andrew Woodall) le abandona al convertirse en el Papa Urbano VIII está astutamente montado como la coronación de Enrique V rechazando a Falstaff. Gran recital de Russell Beale, gran trabajo de todo el reparto y finísima dirección de Howard Davies: Brecht no podía haber gozado de un mejor tributo en el National.
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