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Columna
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El deber de molestar

"¿Qué tienen que hacer los periodistas?", parece que se preguntó Juan Luis Cebrián en voz alta en un momento del coloquio que siguió su conferencia ante la 62ª asamblea general de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), celebrada este fin de semana en México. Y, según cuenta la crónica publicada ayer en estas páginas, enseguida Cebrián se respondió: "Hacer periodismo, aunque molesten a políticos, a sus jefes y empresarios". Para el primer director de EL PAÍS "hay que contar la verdad y lo que interesa a los lectores". Es como si al atardecer de la vida los periodistas fueran a ser examinados sobre el cumplimiento de sus deberes periodísticos respecto a la verdad y al interés de los lectores y su capacidad de observarlos aunque molesten al poder político pero también al de los partidos, al de las Comunidades Autónomas, al de los empresarios, al de los sindicatos, al de las confesiones religiosas, al de los clubes o federaciones deportivas, al de las ONG o al de las organizaciones filatélicas, por citar sólo algunos ejemplos.

Aclaremos que, como cada día se comprueba, causar molestias también puede ser un deporte bien retribuido, que ayude al molesto a prosperar económica y jerárquicamente en el medio al que pertenece o en el que incluye sus colaboraciones. Eso sí, siempre que en la elección de sus blancos acierte a coincidir con los objetivos a batir designados bajo parámetros de razón o de arbitrariedad por el mando correspondiente. De forma que las molestias infligidas a según quiénes pueden ser méritos computables para escalar posiciones. Pero la coincidencia requiere algún arte propio del oficio porque ahora las consignas han dejado de formularse con la zafiedad de antes y ya no figuran escritas en la pizarra de la sala de redacción o del estudio de grabación de la emisora. Por eso, cada profesional aprende nada más incorporarse a sus tareas a distinguir con claridad en el cargado ambiente electromagnético del periodismo cómo agradar a sus jefes y empresarios, cómo cultivar sus más bajos instintos, cómo jalear sus vilezas más descaradas y en suma cómo labrarse un porvenir.

Porque, por lo general, el mando gusta sobremanera de ser obedecido, estima en sumo grado la docilidad y más aún la sumisión, y premia el sentido de la anticipación del súbdito cuando hace innecesario que se le den órdenes expresas. Según las alternativas que se han sucedido en el poder en nuestro país, algunos han postulado que la independencia de un periodista se medía por su grado de hostilidad al Gobierno o a la oposición. Pero la piedra de toque de la independencia de un profesional es su capacidad de mantener con cierta autonomía sus propios criterios sin sumarse a los entusiasmos o críticas del medio de comunicación donde trabaja o colabora, sin incurrir en la adhesión inquebrantable al jefe cualquiera que sean sus sectarismos o desvaríos. Este camino de la distancia, que en ocasiones se plasma en disidencia, es menos grato. Si se extrema puede tener efectos centrifugadores que den con el interesado en el dignísimo paro, de ahí que se recomiende recorrerlo de manera dosificada.

Dice la Constitución en su artículo 20, donde se reconocen y protegen los derechos a la libertad de expresión y a comunicar y recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión, que "la ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades". Luego vino esa prometida Ley reguladora a disposición de los periodistas. Pero sucede que en casi 30 años sólo se sabe de dos profesionales que la hayan invocado para defender su independencia. Parece pues que se acabaron los gitanos que iban por el monte solos. Claro que ahí está la norma legal vigente pese a quien hoy posa de cruzado paladín de las libertades y entonces proponía que, si era el periodista quien alteraba sus convicciones respecto a las que sostenía en el momento de su contratación, la empresa editora debería tener derecho a despedirlo sin indemnización alguna.

Mientras, recomendamos al público la lectura del Manual de autoprotección contra la manipulación comunicativa, y a los colegas, atenerse al deber de hacer periodismo aunque moleste y que recuerden el viejo dicho, recuperado por Alan Furst en su novela El corresponsal (Seix Barral, Barcelona, 2006), según el cual "nada como que le disparen a uno si fallan".

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