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Columna
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Motivos de seguridad

Le tengo miedo al miedo. Detesto a los que practican el terror, no sólo por el dolor tremendo que causan o por lo que su acción tiene de cruel, injusta e irracional, sino también por lo malo que saca de nosotros. De todo ello lo peor es el miedo, socialmente lo más lesivo. No hablo del miedo individual, que alerta y estimula los sentidos, sino de ese otro que acogota a las gentes, tan susceptible de ser usado como instrumento para abusar del poder. El miedo suele hacernos tolerantes con la intolerancia y, en el silencio de los corderos, soportamos cualquier tropelía en la que invoquen como excusa los motivos de seguridad. En este sentido, el 11-S, el 11-M, los atentados de Londres y las explosiones en Bombay han terminado por rebajar la condición de viajero a la de ciudadano de tercera. Son muchos los aeropuertos del mundo -y creo que por ahora no es el caso de Barajas- donde el trato que te dispensan los agentes de seguridad es ignominioso. Una actitud de la que se van contagiando numerosas compañías aéreas sin otra justificación que la de defender sus intereses en posición dominante. El pasajero de un avión parece ya un presunto delincuente que, sin defensa posible, puede ser humillado y ultrajado por motivos de seguridad.

Un empresario amigo viajó recientemente de Madrid a Londres camino de Vancouver donde tenía programadas varias citas de negocios. El vuelo con British Airways a la capital británica fue con retraso y la cola de hora y pico que pasó en el control policial de Heathrow le hizo llegar a la facturación de Air Canada con el vuelo a Vancouver recién cerrado. No hubo piedad para él. Vagó durante 12 horas por el aeropuerto londinense, de una oficina a otra, sin que nadie se responsabilizara de lo ocurrido ni le echaran un cable. Lo único que le comunicaron fue la pérdida del equipaje y su posible destrucción por motivos de seguridad. Hubo de suspender el viaje a Vancouver y todo su programa de trabajo. El despotismo creciente en las compañías aéreas se sustancia en la actitud irritante de esos empleados entrenados para aguantar con una media sonrisa o el gesto ausente cualquier chaparrón que les caiga sobre su piel impermeable.

Ése fue el caso de una tripulación de Iberia que, en vísperas de su última huelga de celo, decidió calentar el ambiente amargando el fin de semana a los viajeros de un vuelo Valencia-Madrid. Retrasaron como pudieron la salida del aparato hasta sobrepasar su tope horario de actividad y lograr la suspensión del vuelo. Aunque la compañía vio la jugada desde el primer momento, no previó una solución airosa. Sin vuelo alternativo ni plazas de hotel en Valencia, tuvieron que viajar por carretera y llegar a Madrid con ocho horas de retraso. La intransigencia de la tripulación fue también la causante del suplicio vivido el sábado pasado en Barajas por 262 pasajeros de Air Madrid que permanecieron 17 horas en vela y seis en el interior del aparato sin despegar. De noche con lluvia y frío hubieron de bajar a la pista a identificar sus bultos por motivos de seguridad. Si la tendencia en el sector es a perder el respeto al cliente, imaginen lo que puede sucederle a su equipaje.

Este verano padecí personalmente en Barajas la indolencia de la compañía Qatar Airways, en la que volví a Madrid procedente de Katmandú. Después de un largo y agotador viaje, hube de aguantar casi tres horas en la sala de equipajes hasta saber que mi valija y la de otros pasajeros no fue cargada en el aparato por motivos de seguridad. Un correo electrónico o un simple fax advirtiendo el incidente en destino nos hubiera ahorrado tiempo, tensiones e incertidumbres innecesarias. Nada en definitiva que esté regañado con la seguridad que todos deseamos. El terrorismo ha logrado que cada día resulte más complicado e ingrato viajar en avión. Puedo comprender que nos pasen el equipaje por tres máquinas distintas de rayos X, que limiten el volumen de líquidos al de los biberones y hasta que te impidan llevar en cabina el cortauñas o una barra de labios, pero no hay motivos de seguridad que excusen la falta de información, de respeto y asistencia que merecen los pasajeros. Nada justifica los malos modos ni la mala leche. Son actitudes intolerables y el miedo no debe silenciarlas.

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