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Reportaje:EL MADRID QUE NO FUE

La danza de las estatuas

El benedictino Martín Sarmiento ideó coronar el Palacio Real con un centenar de efigies regias que Carlos III mandó apear

El Palacio Real atrae hacia sí la mirada de cuantos llegan a Madrid por el oeste, encaramado como está sobre el lugar central de la cornisa que domina la ciudad hacia el poniente. El aspecto magnificente y equilibrado que adquiere hoy, rematado por cornucopias y trofeos en su más alta balaustrada, podría haber sido otro de haber prosperado el plan para coronarlo todo con estatuas de reyes hispanos, pergeñado por el benedictino fray Martín Sarmiento. Éste fue encargado de tal cometido por el rey Fernando VI en torno a 1743.

Sarmiento, que antes de entrar en religión se llamaba Pedro José García Balboa, era natural de Villafranca del Bierzo; había nacido en 1695, en los estertores del reinado de Carlos II, el último vástago de la dinastía de Austria. Al morir éste, la casa de Borbón, a través de Felipe de Anjou, luego Felipe V, pugnó por la Corona de España contra el archiduque Carlos de Austria. La lid la ganó Felipe, nieto de Luis XIV de Francia. Pero las armas no eran suficientes y se trataba de ganar también la batalla de la legitimidad. Para ello, apremiaba el hallazgo de un discurso de símbolos e iconos potentes, bien trabados, que acreditara el poder del nuevo linaje y su entronque con los monarcas de la antigüedad.

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En este clima de incertidumbre se desarrolló la adolescencia del futuro fraile, que estudió con los jesuitas de Lérez y tomó el hábito benedictino, en Madrid, en 1710. Su vocación por el saber le llevó a dominar disciplinas intelectuales tan lejanas como la astronomía, la heráldica o la numismática. Cronista de Indias, llegó a ser nombrado abad de Ripoll, cargo de extraordinaria confianza política habida cuenta de la alineación catalana con el archiduque de Austria contra Felipe V. Perteneció al consejo del ministro de Estado José de Carvajal y Lancaster, donde influyó sobre las decisiones culturales de la nueva monarquía.

Tras el incendio, en la Nochebuena de 1734, del antiguo alcázar de los Austrias, y la encomienda al italiano Francesco Juvarra del proyecto para erigir un nuevo palacio, su sucesor, Juan Bautista Sachetti, por recomendación regia, pidió consejo al padre Martín Sarmiento sobre la ornamentación del futuro palacio, tarea a la que se aplicó entre 1743 y 1749. Estudió el proyecto de Sachetti y, tras numerar los salientes, peanas y balaustradas del futuro palacio, concibió un plan para fortalecer la imagen de la Corona -dañada por la contienda civil precedente- mediante un sistema de ornamentos que él situaría en esos hitos y convertir así el palacio en un auténtico libro de piedra. El benedictino quería que todos los adornos de la casa del rey evocaran la grandeza hispánica. Ni el más umbrío de los tapices dejaría de plasmar tal función, a la que el benedictino asignaba machaconamente un papel didáctico "para la instrucción del pueblo".

El plan tendría sus soportes en la estatuaria, la pintura y los tapices del nuevo Palacio Real. Resultó ser un proyecto extraordinariamente minucioso en el que se atenía a un paralelismo por él ideado entre David, rey bíblico, más su hijo Salomón, con Felipe V y su vástago Fernando VI. Otra de las obsesiones de Sarmiento fue la de vincular la monarquía hispánica con el Imperio romano, al realzar el casamiento entre el visigodo Ataúlfo y Gala Placidia, hija de emperador. Pese a mostrarse acérrimo defensor de la centralidad de España, apenas conocía Madrid, donde habitaba desde su adolescencia. Aseguraba que se trataba de una urbe pestilente desde el punto de vista moral, según establecen documentos expurgados por Joaquín Álvarez Barrientos y Concha Herrero Carretero que incluyen en su edición del libro Sarmiento. Sistema de adornos del Palacio Real de Madrid, editado en Madrid en 2002 por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales.

Pero la ignorancia del fraile sobre la ciudad en que vivía no fue óbice a la hora de idear para Madrid un plan iconográfico fastuoso, cuya expresión en cuanto a la estatuaria marcaría su culmen de influencia. Concibió su sistema de adornos señaladamente a base de estatuas de piedra con las efigies de los reyes españoles, desde los hispano-romanos Trajano y Adriano, los visigodos Alarico y Turismundo hasta sus coetáneos Felipe V y Fernando VI. Ciento ocho en total. Se verían ataviados según atuendos coetáneos, con escudos en los que, en ocasiones, figuraban los rostros de sus esposas, reinas y madres de reyes. Desde los morriones godos o las coronas medievales a los borceguíes o botos, ni un solo detalle escapó a las instrucciones dadas por el fraile a los escultores.

Sarmiento creía en la omnipotencia de las ideas. Ése fue su error. Su propia erudición y las contradicciones cronológicas y políticas de tantos monarcas dificultaron sobremanera la tarea acometida. Cuando el intendente de palacio encargó al escultor de Carrara Juan Domingo Olivieri la hechura de las estatuas, surgieron profundas desavenencias. Aunque la definición del programa iconográfico correspondía a Sarmiento, el rey le ordenaba por otra parte otorgar "el máximo de libertad a los artistas". El leonés contaba como aliado con el coruñés Felipe de Castro, autor de las mejores tallas de las esculpidas que coronaron el palacio. Pero, de modo inesperado, Carlos III, llegado de Italia con otras ideas sobre la Monarquía, mandó apear la mayoría de las estatuas y bajarlas a un almacén. El fraile cayó en desgracia. Era el año de 1760.

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