Los Ángeles, en perpetuo movimiento
Al volante por Santa Mónica, Venice y Hollywood hasta el Getty Center
Mientras conduzco por la carretera de la costa al filo de la medianoche, la ciudad se propaga interminable. Santa Mónica y el oleaje del océano contienen la expansión del campamento iluminado. Los agitados penachos de las palmeras confirman que hay oasis de vida entre los bloques de edificios y los descampados, pues del furor de los automóviles sólo puede deducirse la obsesión del movimiento. A la izquierda aparece Century City. El centro, Downtown, todavía se encuentra lejos. Hablar de centro en Los Ángeles es un modo de hablar. De noche, el centro son coches que se cruzan. Anchas avenidas alternan edificios cuya tipología cambia de continuo, mientras atravieso solares de vacío lunar, como si fueran manzanas levantadas por una mano gigantesca mientras la gente simulaba dormir.
Los Ángeles es distinta a cualquier otra ciudad de Estados Unidos. Múltiples centros, distantes entre sí, dan a Los Ángeles una apariencia de urbe sin verdaderas entrañas. Lo que une esas diferentes zonas en apariencia irreconciliables -como Beverly Hills y Glendale, por ejemplo- es el automóvil. La gente vive dentro de él más que en su propia casa, si la tienen. Los homeless que acampan en el césped, bajo las palmeras, carecen de techo, pero ante todo de auto; por eso manejan desconsolados un carro de supermercado con todas sus revueltas pertenencias. En Boston o Chicago, en Seattle o San Francisco, uno se rinde a la conveniencia del transporte público. Aquí se confía más en un auto destartalado que se mueve como un ensamblaje de latas de cerveza. Y el vehículo es una seña de identidad más importante que la manera de vestir o la profesión. Dime qué coche conduces y te diré quién eres. Un Boxster es un mero sucedáneo frente a un Carrera. Sin embargo, aunque conduzcas, como yo, un Chevrolet prestado, tienes un lugar en Los Ángeles.
La magia del cine
Conduciendo de noche Sunset Boulevard abajo -tal vez el paseo urbano sobre ruedas más agradable que existe- se experimenta la magia de esta ciudad de celuloide. Hace años tuve esa misma sensación la mañana que siguió a un terremoto en Los Ángeles. Las curvas del bulevar, las mansiones de Bel Air, las mullidas colinas de Beverly Hills, las rectas majestuosas, el baile de destellos de los semáforos: todo remite a una pantalla, con la diferencia de que uno está dentro y es real, o lo parece. Si juntamos en una sesión continua El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard), Chinatown, L. A. Confidential y Crash, estamos en el corazón del más poderoso imaginario de las últimas dos generaciones.
El escritor James Ellroy sostiene que Los Ángeles está en todas partes, epidémicamente. "Un circo circunscrito y un dream draconiano", "Hiperbólico burdel", agresiva y violenta. Los helicópteros sobrevuelan sin descanso la bahía y las zonas urbanas. Día y noche, las sirenas atronan Hollywood, Long Beach, Burbank, todas partes. De noche, pasear por las calles es como marchar a pleno sol sin cabalgadura en un pedregoso camino del Far West. Al mismo tiempo, las gentes de aquí están llenas de ternura. Lo sientes cuando te sonríen, todos somos desconocidos. Y si entras en The Little Pedro's, a pocas manzanas de Chinatown, y es martes y ya canta con su voz cálida y poderosa la veterana Mickey Champion, ves a la gente abrazarse y besarse igual que familiares que hace tiempo que no se ven. El afecto un tanto teatral es innato a estas gentes unidas por el más despreocupado individualismo. Te puedes trasladar en sólo algunas salidas de autovía de lo más cutre a lo más sofisticado, de la oscuridad total de un barrio no recomendable a otra oscuridad, la del lujo de lugares como la colina de Topanga, donde los vecinos han suprimido la iluminación de las calles. Y entremedio tienes la sensación de que se ruedan todas las películas y en ellas sucede todo lo que puede suceder. Me dijo una vez Carlos Ruiz Zafón, angeleño convencido, que Los Ángeles es el universo entero, donde pasa lo que tiene que pasar y lo que tú haces pasar.
El océano palpita, sucio y denso, desde el carrusel de Santa Mónica. La brisa es fría en esta primavera extraña. Siempre hace viento en Los Ángeles. Allí chocan el aire fresco del Pacífico y el cálido del desierto. En la Promenade, las tiendas están aún abiertas y los sin techo empiezan a ponerse cómodos sobre los bancos de hierro, como quien abandona la sala de estar y emprende la penosa marcha al dormitorio. A unos cuantos metros, el edificio de Sotheby's no resulta un contrasentido. En Los Ángeles, cada cual escoge su lifestyle y nadie es responsable de su elección: se puede elegir no tener nada o gastar miles de dólares en el jardín. Sin resentimiento, sin culpa.
Arquitectura del paraíso
Encaramado a una rampa de asfalto, emerge la sombra brillante y fría del Disney Concert Hall de Frank Gehry. Es el más reciente de los inútiles esfuerzos de dotar a la ciudad de un icono urbano reconocible. Las formas cóncavas, la estructura sinuosa y la sensación de refugio en medio del hielo recuerdan el Guggenheim de Bilbao. Gehry es el arquitecto de muchos edificios en Los Ángeles, donde se estableció décadas atrás. Desde su propia casa de 1977 en Santa Mónica hasta el centro comercial del mismo lugar, pasando por el inesperado conjunto de Venice, en cuya fachada presiden los binoculares de tres pisos de Oldenburg, Gehry es aquí un vecino que construye.
Aunque nadie me creerá, Los Ángeles fue la primera ciudad americana que planeó su desarrollo urbano, el llamado "paraíso instantáneo". En poco tiempo, sus habitantes se adaptaron a un lugar inusual surgido del pueblo español fundado en 1771 en un punto de la cadena de misiones franciscanas en la Alta California. El clima benigno, la calidez oceánica de la luz y la generosidad del territorio atrajeron a cientos de miles de personas en busca de un escenario libre y despejado donde vivir. Entre ellos había arquitectos. Frank Lloyd Wright, Rudolf Schindler y Richard Neutra, por citar los más conocidos. A mediados de los años veinte, Neutra dejó Viena y se trasladó a Los Ángeles buscando un lugar "donde uno no tiene que temer el invierno; donde, lejos de ser un esclavo, uno encuentra tiempo para pensar y, sobre todo, para ser un espíritu libre". Y creo que llegó a serlo, pues los edificios cargados de años de Neutra lucen todavía rompedores, nuevos. Obsesionado por lo que llamó "biorrealismo", el austriaco dejó armoniosas y funcionales casas integradas en el paisaje y dedicadas a satisfacer la necesidad de libre albedrío de sus moradores.
Reservar tiempo para ver las casas de Wright y de Neutra a lo largo de Los Ángeles vale la pena. Al menos, acercarse a Silver Lake y husmear en torno a varios schindlers y la colonia de Neutra. Las casas están apiñadas, pero la intimidad es absoluta. Una calma coreana cauteriza el entorno. El silencio es una virtud visual, estética. Aquí, el ruido apenas se siente; hay tanto espacio y tanta luz en esta ciudad...
La arquitectura doméstica de Los Ángeles es una de las más democráticas de América. Paseando por Venice, varios bloques hacia el interior de la playa de los músculos, se ve muy claro. El individualismo hedonista del sur californiano se fundamenta en el hogar independiente, el auto y las vías rápidas interiores, las llamadas freeways. En el sueño americano está la obsesiva marcha hacia el Oeste, conseguir un empleo, y desde el lugar de trabajo moverse rápidamente para alcanzar un espacio de libertad lejos, al menos un poco lejos de todos y de nadie. Por eso el sistema de freeways es el más complejo y perfecto del mundo. Una casa sobre un jardín, aunque se componga de plantas de plástico, es la idea que sustenta al más humilde de los bungalós. La vida -simple, cómoda- acaba siendo una autovía ilimitada donde los estéticos atascos son espacios de meditación, de comunidad. Al volante del Chevrolet -o del Infinity, el Mercedes, el Thunderbird-, las mujeres y los hombres se observan, sopesan, intentan comprender el mundo.
L.. Á., sociedad anónima
Hay pocas ciudades cimentadas en tal descomunal pacto de egoísmo. Malibú es una playa privada. El derecho de autonomía personal tiene un único límite: el L. A. Police Department. Por supuesto, hay comunidades en Los Ángeles. Los domingos por la tarde, muchos hispanos se reúnen cerca del lago Paris, en Riverside, para celebrar un rodeo y luego bailar en la arena. Little Tokio, Little Korea y Chinatown son espacios abiertos donde se agrupan sociedades cerradas. Incluso Armenia tiene su propia patria en un rincón de Hollywood. Es cierto que la freewaymanía ha roto comunidades, que la renovación urbana y la especulación han abonado el resentimiento. En las décadas de los setenta y los ochenta, el individualismo se adueñó de los poderes públicos hasta extremos intolerables. Dicen los angeleños que la sagrada privacidad sólo se rompe en los momentos de verdadera emergencia. Entonces somos una piña, aseguran agitando el combinado en un pool-party en Pasadena. A veces es demasiado tarde; los disturbios de 1991 lo demostraron con creces. Hoy los ánimos parecen calmados; se ha puesto remedio a ciertas segregaciones e injusticias, pero el sistema sigue intacto. Ahora bien, si se tienen en cuenta los abismos raciales y sociales, el crimen organizado, la fragilidad de los servicios públicos y la amenaza de los temblores, no hay duda de que si uno ha venido a Los Ángeles es para vivir peligrosamente.
Y la ciudad, que habla español por los cuatro costados, está en forma. Los arquitectos, L. Á.-adictos como Ellroy y yo mismo, siguen edificando el cutting edge: el Paul Getty Center, sorprendente complejo concebido por Richard Meier como un balcón de arte sobre Los Ángeles. Un tren me lleva a los pabellones de color neutro y proporciones exactas -todo gira en torno a cuadrados de travertino y aluminio-, y entonces siento que me dirijo, por fin, entre jacarandas y pimenteros, al corazón de la gran ciudad. Allí, la armonía del jardín con las fachadas y los volúmenes transporta a un entorno clásico. Sentado a la sombra de los sicomoros, cegado por la luz prodigiosa, me creo de pronto en una acrópolis tecnológica, en la que la arquitectura se postra ante las virtudes del paisaje y sirve al deseo, tan propio del sur de California, de detener la marcha (el Chevrolet en el parking subterráneo del Getty) y vivir con plenitud el instante. El instante son dos brisas opuestas que te envuelven, y ese bajo continuo, el ronroneo relajante de la freeway, que a veces el vuelo de un colibrí deja de pronto inaudible.
José Luis de Juan es autor de Campos de Flandes (Alba Editorial, 2004)
GUÍA PRÁCTICA
Datos básicos- Prefijo telefónico: 001.Cómo llegar- Delta (www.delta.com; 917 49 66 30) tiene vuelos con una escala desde Madrid y Barcelona a Los Ángeles a partir de 553,30 euros.Visitas- Disney Concert Hall (213 972 43 99; www.musicenter.org). 135 North Grand Avenue. Hay visitas con audio (9 euros), con guía (11 euros) e incluyendo el jardín urbano (11 euros). Consultar horarios en la web. - Getty Center (www.getty.edu ; 310 440 73 00). 1200 Getty Center Drive. Martes a jueves, de 10.00 a 18.00. Viernes y sábados, hasta las 21.00. Entrada gratuita. Aparcamiento, 5,50 euros.- Para visitar la obra Richard Neutra en Los Ángeles, lo mejor es entrar en la web www.neutra.org para concertar las visitas con los inquilinos o responsables de los edificios.- Los edificios de acceso público de Lloyd Wright en L. A. son Hollyhock House (4808 Hollywood Boulevard. www.hollyhockhouse.net; 323 644 62 69), para el que se organizan tours, y el edificio de tiendas Anderton Court (333 North Rodeo Drive, Beverly Hills).Información- www.visitlosangeles.info
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