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La memoria republicana de Casares

En Cataluña hay pocos textos memorialísticos, pero parece que se va corrigiendo esa deficiencia con nuevos textos que, directa o indirectamente, parten de testimonios personales. No sólo se trata de recursos literarios. Se han publicado memorias de médicos, abogados, arquitectos, maestros políticos, economistas que ofrecen testimonios sobre temas de trascendencia pero también informaciones marginales que ayudan a definir la vida cotidiana. Por ejemplo, el primer volumen de las Memòries d'un advocat laboralista (1927-1958) de Francesc Casares anuncia un testimonio crítico sobre el mundo laboral del franquismo, pero dedica los primeros capítulos a un tema más personal como es la descripción casi novelada de los tres escenarios que marcaron nuestra generación: el niño de la República, el niño de la guerra y el adolescente de la primera posguerra. Quizá el más útil sea hoy el primero de los tres: la recuperación de la memoria no hay que reducirla a los desastres de la guerra y el fascismo, sino abrirla al análisis -y el elogio- de los aspectos más positivos de la política de la República y la Autonomía, especialmente en el campo de la cultura y la educación.

Casares se educó en el Grup Escolar Baixeras de la Via Laietana de Barcelona, en el ambiente de perfeccionamiento pedagógico de la Cataluña de la Mancomunidad, culminada en la Autonomía, una escuela en la que sus padres ejercían como maestros. Eran esos maestros de bata blanca recién planchada, de maneras respetuosas pero autoritarias, que perfeccionaban la novecentista obra bien hecha con la exigencia de la igualdad y de una autoestima tamizada por la ironía y la estética y que lograban crear una familia escolar que reeducaba a las familias reales.

Casares explica cómo siguió la revolución de la escuela pública durante la guerra, hasta que, liquidada la democracia, fue a parar al Instituto Balmes, donde aquellos maestros republicanos, catalanistas, laicos e ilustrados -ya expulsados por el franquismo- se habían sustituido por unos catedráticos falangistas, españolistas y carcas que enfatizaban el Cara al Sol, los sermones patrióticos y religiosos y la repetición mecánica de los libros de texto. La descripción del Balmes de la década de 1940 ocupa las páginas más acusadoras del libro, pero también las más divertidas porque acumulan las anécdotas absurdas de un mundo que las generaciones más jóvenes no pueden imaginar si no es como un ridículo y trágico sainete.

Con el fascismo se perdió un grupo social que había sido muy eficaz durante la República. Me refiero a los funcionarios culturales y educativos -especialmente los maestros de la escuela pública- que impulsaron la modernización del país. A su esfuerzo y a su autoridad hay que atribuir los instrumentos de perfeccionamiento social: la nueva pedagogía, los museos, las bibliotecas, las escuelas especiales, la popularización del arte. Ahora que los puestos de funcionario no son apetecibles como metas intelectuales o profesionales, hay que recordar que, cuando lo fueron, el país se realizó culturalmente con mejores perspectivas. Los alumnos, hijos y descendientes de aquellos maestros y funcionarios llegaron a formar un grupo significativo que marcó profundamente al país y que incluso se mantuvo en la resistencia cultural y cívica durante el franquismo: los Ainaud, los Martorell, los Vergés, los Casares, los Blasi, los Folch, los Galí, los Homs, los Bagué, los Rubió...

¿Podemos hablar hoy de un grupo de funcionarios ilustrados en la enseñanza y la cultura de parecida implantación e influencia social y política como fueron los republicanos?

Con la actual democracia no es fácil establecer comparaciones sólo con datos cuantitativos. Los logros en la escolarización, los puestos universitarios, los instrumentos docentes corresponden a otra escala. Pero no se han recuperado los valores pedagógicos del maestro de escuela republicano ni su capacidad para intervenir en la mejora de la sociedad. Es fácil ridiculizar hoy, ante los problemas de la masificación, gestos tan bien educados como el jarrito de flores en la mesa del maestro -recuerdo entrañable de Casares- o la imposición de las formas del buen comer, la limpieza igualitaria del vestir, el énfasis declamatorio de la poesía y la música, la autoridad del maestro sin exámenes ni libros de texto. Pero es imposible no reconocer la excelencia de los resultados y es absurdo no aprovechar su experiencia, aunque sea un modelo que no se pueda reproducir exactamente. Los responsables de la política educativa, a pesar de las nuevas circunstancias, deberían mantener los matices de la educación republicana, incluso en las nuevas imposiciones cuantitativas, si quieren hacer de la educación un instrumento de perfeccionamiento social.

Hay que aconsejar, pues, la lectura del excelente libro de Casares. Aporta una recuperación de la memoria que explica el desastre de la guerra, pero que también ofrece, y en primer término, el modelo republicano, es decir, la corta experiencia más positiva que recuerda mi generación. Una recuperación de la buena memoria.

Oriol Bohigas es arquitecto.

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