In memoriam
En cierta página de su crónica sobre el destino de Ireneo Funes, Borges ofrece un censo de memorias prodigiosas que, salvo alguna omisión, figura ya en la Historia Natural de Plinio: el sofista Metrodoro era capaz de reproducir de corrido frases que habían sido pronunciadas en una sola ocasión; Simónides de Amorgos recordaba la situación de cada comensal, sus gestos e indumentaria de todos los banquetes en que había participado como rapsoda; el rey Ciro de Persia podía llamar a cada soldado de su ejército por su nombre propio; Mitrídates Eupátor dio leyes a los pueblos de su imperio empleando las 22 lenguas de que se servían. De entre todos los dones que nos otorga ese órgano esponjoso y cubierto por una tapadera, nuestro cerebro, quizá la memoria es el más valioso y a la vez, por doméstico, el que suscita menos asombro: pero no deja de constituir un modesto milagro que cuando cerramos los ojos el universo siga desplazándose en el interior de nuestros párpados y seamos capaces de reconocer, en toda su muchedumbre de detalles, el jardín, el árbol y la nube de los que ya no somos testigos. Hoy en día la memoria anda algo desprestigiada y, con ánimo de ofensa, se compara al estudiante que es capaz de recitar la lista de los reyes godos o la tabla periódica con el papagayo y la casete: y sin embargo, a pesar de que la miopía impida a los pedagogos de nuevo cuño reconocerlo, almacenar datos en la mente, clasificarlos y distribuirlos en esas baldas de dentro que no pueden tocarse supone un requisito imprescindible para arrojarse a pensar, que es lo que nos distingue del piojo y la margarita. Escribió Georg Trakl que nada existe donde falta la palabra, pero más apropiado sería reconocer que es la memoria la que sustenta el mundo, la que le sirve de peana y de cimiento. En un párrafo casi lírico de su Tratado de la naturaleza humana, Hume se cuestiona qué sería de él y del resto de los hombres si se limitaran a conocer lo que tienen delante de las narices; si al penetrar en una estancia olvidaran sistemáticamente que detrás de la puerta que acaba de cerrarse aguardan el corredor, el patio, el horizonte y la noche, si no existiera una infancia en la que refugiarse del sabor a cáscara de limón que en muchas ocasiones el mundo deja en los labios. Viviríamos tal vez más felices y estúpidos, como amebas, como ese Gurdulú que imagina Italo Calvino y que creía simultáneamente ser perro, árbol y charco de barro.
Aunque en muchos casos se aproxime más a la tortura que al recreo, el ejercicio de la memoria resulta higiénico y puede lustrar conciencias que se asemejan demasiado a la letrina de un cuartel: estoy seguro de que Günter Grass concilia mejor el sueño ahora que reconoce que en su día llevó una gorra con calavera sobre la coronilla. Políticos hay partidarios de la amnesia que ven con recelo que el Foro de la Memoria Histórica se dedique a rastrear las zanjas de Sevilla en busca de fosas comunes y trate de devolver nombres y apellidos a los anónimos fantasmas de las fotografías: arguyen que el pasado es una cosa muerta, un yogur caducado en el que parece preferible no hincar la cuchara, y que le conviene más un silencio piadoso que las algaradas de las exposiciones y los reconocimientos públicos. Ciertamente a todos ha de llegarnos el olvido, que es destino final de la carne y las columnas (diría un poeta barroco); pero, como saben muy bien los enfermos de Alzheimer, toda nuestra vida, todo lo que somos y lo que aún podemos llegar a ser, depende de un constante combate contra ese enemigo desigual, la noche en que se diluyen justos e injustos y los acontecimientos se igualan, el olvido. Hasta donde las fuerzas nos lo permitan, debemos empeñarnos en recordar y hacer un hueco en los libros y las ciudades a esas personas que fueron obligadas al mutismo, a las que el fusil y la picota borraron de la Historia con mayúscula para que su muerte fuese doble, en el presente y en el porvenir. No es necesario llegar a las exhibiciones hiperbólicas de que hablaban Plinio y Borges ni a la nemotecnia de circo: bastan una lápida con unos apellidos grabados, una nota en el periódico, un benévolo montón de tierra donde se apilaba la cal viva.
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