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Crónica:VUELTA 2006 | Decimocuarta etapa
Crónica
Texto informativo con interpretación

La Vuelta es un pañuelo

Valverde cede sólo ocho segundos a Vinokúrov en una contrarreloj que aprieta aún más la general

Carlos Arribas

Cindy, amorosamente, en francés, masajea las piernas, los pies, que, alternativamente, Ángel Gómez Marchante, su chico, coloca delicadamente sobre su regazo. Un estado de abandono absoluto, hábleme usted del problema de Irlanda, invade al ciclista madrileño. El séptimo cielo visitado una hora antes de descender al infierno, al sufrimiento de la contrarreloj. Es una forma como otra cualquiera de matar el tiempo antes de la hora de la verdad. Los toreros rezan ante decenas de estampas y piensan en su madre, y Carlos Sastre, gafas oscuras casi negras tapándole los ojos, se afana, suda sobre el rodillo. Todo lo que hace, sus movimientos, sus gestos, tienen un aire trascendente, mientras que en los ojos azules, claros, de Alexander Vinokúrov sólo se lee determinación, fría, ciega determinación, mientras sus piernas machacan sobre el rodillo el demoledor plato de 56 dientes que sacará a pasear por las orillas del Júcar y el Huécar, las dos hoces que abrazan Cuenca. Valverde silba mientras animosamente hace girar la rueda trasera sobre el rosillo de acero, Kashechkin bromea con la cámara que sigue sus últimos movimientos, Millar, nervioso como un juvenil, no deja descansar la mirada, vigila todos los detalles, el mundo que le rodea, el mecánico ajustando la rueda lenticular, dura, vibraciones indeseables sobre las viejas piedras del Casco de Cuenca, los aficionados que piden autógrafos, el hermoso cuadro de su Scott, la pegatina de la torre Eiffel, la pegatina de Scottland, el plato de 54 dientes -lo suyo no es la potencia, es la elegancia, la fluidez de movimientos, la postura perfecta-, el triángulo que le conducirá a su primera victoria después de dos años de sanción por dopaje. Cada ciclista es un mundo, sí, pero la Vuelta es un pañuelo.

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Antes de la contrarreloj, de los espectaculares 33 kilómetros de Cuenca, entre Valverde, primero, y Vinokúrov, quinto en la general, mediaban 1.46m. Después de la etapa, de los toboganes y repechos, de la subida al Castillo por cauces estrechos, entre Valverde, que sigue siendo el líder, y Vinokúrov, cuarto, median 1.38m. Entre ellos, Kashechkin, a 48s de Valverde, y Sastre, a 1.25m. Se cae del grupo Marchante, que perdió más de un minuto con Vinokúrov y Valverde, pero no por culpa de la relajación absoluta, del nirvana en que le dejaron las caricias de Cindy, sino de la indefensión con la que su cuerpecillo de escalador afrontó el comienzo de la etapa, el viento de cara en la larga cuesta tendida. A la Vuelta le quedan una semana, tres etapas de montaña y una contrarreloj.

Y un duelo que, obviando momentáneamente el gran valor de la victoria por décimas de Millar sobre Cancellara, la obstinación de Carlos Sastre a negarse a quedar fuera del reparto, la regularidad de Kashechkin, un metrónomo kazajo, tan calculador de pensamiento como de acción, volvió a producirse ayer sobre cabras y rudas lenticulares, golpes de riñones y posturas estáticas, como se había producido hace unos días en los altos del Morredero y La Cobertoria: Valverde contra Vinokúrov, dos superclases, dos chicos polivalentes, dos ciclistas que van muy deprisa en todos los terrenos, dos corredores tan diferentes como la noche y el día.

Donde Vinokúrov es fuerza, disciplina, seriedad, Valverde es caos, alegría, anarquía. Vinokúrov aplasta el asfalto, arrolla con la bicicleta, una marcha implacable, inmóvil sobre la montura, ya haya que subir, que bajar, que llanear, que sprintar. Valverde, más ligero de desarrollo, baila inquieto, levanta el culo en los repechos, acelera, se sienta. Uno, el kazajo de escuela soviética es una corriente continua, inalterable; Valverde corre a impulsos, por intuición. En la cima del Castillo, a 13 kilómetros de la llegada, a las dos fuerzas de la naturaleza, tan alejadas una de otra, les separan 10 segundos. Vinokúrov, que se ha reservado en el primer tramo, ha explotado a fondo sus recursos en la dura ascensión; Valverde, también. "Ocho segundos te saca Vino, Alejandro", le miente Unzue a su pupilo. Le incita, le azuza, a por él, a por la victoria, a por el mazazo psicológico, no sólo no te va a sacar el minuto que había prometido, el minuto que necesita para ganarte la Vuelta, sino que le vas a derrotar tú, también aquí, también contrarreloj, Alejandro, porque también aquí eres el mejor. Y Valverde se lanza, acciona la palanca para que la cadena pase del plato pequeño, de los 42 dientes que le han permitido sprintar en todas las curvas de la subida, al plato grande, a los 54 dientes que le permitirán bajar pedaleando, como Samuel Sánchez el día anterior, comerle los segundos al kazajo. Y en ese momento, crac, la cadena, obstinada, no da el salto. "Y por más que lo intenté con la palanca, no lo logré, así que la coloqué con los dedos", dice Valverde, explicando con calma una maniobra que le pudo haber dejado sin huellas dactilares. Una maniobra que, en todo caso, le hizo perder el ritmo, la posibilidad de ganar.

Alejandro Valverde, durante la etapa de ayer en Cuenca.
Alejandro Valverde, durante la etapa de ayer en Cuenca.EFE

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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