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HISTORIAS DE FAMILIA

Corazón abierto

Elvira Lindo

A la niña que sonríe a la cámara le quedan pocos meses para dejar de serlo. Conozco su futuro de tal forma que me acongoja no poder evitar lo que se le vendrá encima. Sonríe al fotógrafo profesional que ha ido a casa para sacar unas fotos de familia a las que añadirá en un montaje precario la imagen yeyé de la Virgen María, San José y el Niño para felicitar las Pascuas. Es el primer año que no van a ir al pueblo por Navidad, pero los padres quieren estar presentes encima de los televisores de las casas de los tíos. A la niña le hubiera gustado ir como todos los años a vivir la Nochebuena y la Nochevieja al calor del horno de su tío panadero. La niña, expansiva, gregaria, encuentra su hábitat natural rodeada de cincuenta personas entre tíos y primos, en esas veladas en las que los niños cantan hasta quedar roncos, corren de madrugada por las calles heladoras del pueblo y se acurrucan bajo siete mantas susurrando al oído de los primos un último secreto antes de ser derrotados por el sueño. La niña aún no entiende enteramente la nostalgia con la que su madre vive el estar lejos de los suyos, pero a veces se siente contagiada por el mal de la melancolía inexplicable. La melancolía es una sombra aún débil en su carácter. La niña es de sonrisa fácil. La sonrisa le sube el rostro alargado hacia arriba y sólo los ojos permanecen tozudamente inclinados hacia abajo, como anunciando la doble naturaleza de un temperamento inestable. La niña tiene una serie de recuerdos difusos sobre su pequeño pasado. Se mezclan los paisajes de los lugares en los que ha vivido y la conformidad ante la idea de que la vida es un llegar para irse y que uno debe adaptarse pronto y sin protestar a nuevas casas y nuevos acentos. La niña tiene ahora un acento mallorquín, lo ha adquirido en pocos meses y ahora no podría imaginar una vida fuera de la isla. Parece que siempre ha bajado, como ahora baja, al colmado del señor Jaume para que le prepare todas las tardes un bocadillo de sobrasada y aceitunas. A su mejor amiga de la calle le falta un brazo y lleva uno que parece el de la Virgen María. A veces juegan al corro y la niña entiende que por fidelidad habrá de tomar la mano de estatua de su amiga. El alma de la niña se agita en esos momentos con miedo y compasión. Como si fuera un regalo, la amiga le enseña el muñón y la niña lo toca. Toca el fruncido de muñeca de tela que forma la piel al final del hombro. La niña soñará durante muchas noches que los brazos se le caen al suelo como cae la fruta madura del árbol. Ésta es sin duda la tragedia más palpable que ha vivido la niña. Esto, la melancolía de su madre y una cierta ansiedad que le lleva a tener algunas manías, como rascar las paredes, guiñar los ojos o arrancarse la vacuna del cólera hasta provocar una infección que ha traído al practicante a casa. Manías que van y vuelven, que torturan y avergüenzan. Manías que se agudizan cada vez que su madre pronuncia la palabra manía.

Un día, la debilidad emocional de su madre toma un nombre concreto: corazón. El corazón no late a su debido ritmo y eso es lo que provoca en la madre llantos sin motivo. Ese órgano misterioso que está detrás del pecho izquierdo sobre el que la niña, aun siendo ya grande para estar en brazos, se queda dormida muchas noches, provocando la burla de sus hermanos mayores. Es el corazón el culpable de que la madre tenga que irse a un médico de la Península. La madre nunca se ha marchado de casa, así que la niña vive de pronto una orfandad anticipada, un ensayo. Apenas habla con la madre por teléfono porque está muy débil y se emociona, dice la tía. Ya habrá tiempo. El tiempo pasa, pasa como un galgo y se lleva dos meses por delante hasta que el padre anuncia que ha llegado el momento de ir a verla a Madrid.

Es una tarde larga del comienzo de la primavera. El piso es nuevo, iluminado ahora por la última luz de la tarde, apenas amueblado y lleno de gente. Son esos mismos tíos y primos que beben y cantan en el horno por Navidad. Pero ahora hablan bajo, como se habla en los velatorios o en misa. Están por todas partes. En la cocina las mujeres andan preparando la cena, en el salón los hombres fuman, en el pasillo unos van y vienen. La niña presiente el final de una vida, la suya como niña. Quisiera no entrar en el cuarto, preferiría esperar a su madre en la isla, que su vuelta no estuviera sometida a la emoción del regreso, verla sin más, acodada en la ventana, vigilando su vuelta del colegio. La niña se resiste a entrar pero la mano firme del padre la sitúa delante de la cama. La mujer que la niña ve allí no es la madre.

La madre era una mujer alta, con el pecho generoso y elevado de las madres, ese pecho para hundir el desconsuelo cuando te han pegado, el pecho contra el que estamparse para sofocar la rabia. La madre llevaba peinados cardados, tenía el pelo castaño y los ojos vivos y pequeños, la sonrisa redonda, de dientes grandes y muy blancos. La madre tenía una voz dulce, susurrante y entonada con la que cantaba boleros en la cocina. No, no es ella. La mujer que yace en la cama tiene el color de los aparecidos, la piel amarilla. La mano amarilla que se alza temblorosa con la intención de tocarle la cara a la niña. La niña debería darle a la mujer extraña el consuelo de un abrazo tanto tiempo esperado. Eso debería haber hecho, pero se queda a los pies de la cama, incapaz de no sentir un rencor infundado.

Una de las tías pierde la paciencia. Besa a tu madre, dice. La cabeza de la niña acerca reticente su cabeza a la cabeza de pelo blanco de la mujer que más que hablar solloza. "Hija mía, hija mía". La niña apoya una mano sobre su cuerpo y toca algo duro y picudo. Le cuesta advertir que aquello es la cadera. La cadera que ella conocía, la cadera carnal y redonda ya no existe. Los hermanos también están allí, de pie, parados ante la imagen de la desconocida. Una de las tías, con esa disposición que podría parecer frialdad a quien no supiera que el amor se manifiesta también amortajando parientes y limpiando moribundos, baja la sábana y abre el camisón de aquella anciana de cuarenta y dos años que lejanamente recuerda a la madre. Miradla, pobrecica, mirad lo que ha tenido que pasar. Una cicatriz gorda y roja recorre de arriba abajo el pecho agitado de la mujer, un ciempiés con mil patas negras a los lados que se ondula o se encoge de pronto, según la enferma, con un hilo de voz, pronuncia los nombres de sus cuatro hijos y los mira con ojos espantados desde un mundo que no es el de los vivos. Ahora tenéis que cuidarla, dice alguien. La niña, al oírlo, alberga los dos sentimientos que ya no habrán de abandonarla nunca, el de la responsabilidad y el de la amenaza. La responsabilidad es una presión en el pecho, la amenaza de la muerte el apretón de una garra en la nuca.

La noche entra en el cuarto. Nadie da la luz. Los adultos entran a despedirse, acarician la frente a la enferma, murmuran algún último consejo. Las hermanas se quedan sentadas en la otra cama, en silencio, sabiendo que la madre desea tenerlas cerca. Se acuestan y la hermana mayor abraza a la niña, que trata inútilmente de reprimir el llanto. No llores, no llores. La mujer respira y solloza, dice cosas que ellas no pueden entender. Cuando el cansancio va ganando a la pena y la habitación queda en silencio, un pequeño ruido va tomando forma. Es rítmico como el tictac de un reloj pero de una naturaleza distinta. Cambia su velocidad a cada momento, como si respondiera a un compás caprichoso. La niña se levanta y, tal y como ha visto hacer tantas veces esa tarde, moja el pico del pañuelo en el vaso de agua y se lo pasa a la mujer por los labios. Gracias, hija mía. La voz en la oscuridad es deliciosamente familiar, como si el hecho de no ver la cara amarilla de pómulos hundidos ayudara a devolver la presencia del ser querido. Es el corazón, dice la madre, lo que suena es mi corazón, no te asustes. Lo dice como si ella misma tuviera que habituarse a ese sonido que parece estar certificando a cada instante su precaria presencia en el mundo, sus días de más que son una resta del futuro que no va a tener. Tengo mucho calor, dice. La hermana se levanta para retirarle la colcha y las dos, la niña y la hermana adolescente, se quedan de pie, mirándola sin verla, escuchando el corazón, dispuestas desde entonces a hacer lo posible por mantener ese latido en el mundo. La niña, igual que acepta el desafío de una nueva ciudad o un nuevo acento, acepta que sus días de infancia están contados, y de la manera voluntariosa y poco argumentada con que los niños sensibles se hacen grandes propósitos, pasa el dedo índice por la cabeza del enorme ciempiés que duerme sobre el cuello de la anciana, que al tacto de la caricia vuelve a convertirse en su madre.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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