Punto cero
"Imaginemos", dijo mi amigo mientras sorbía lentamente por la pajita, en el vaso de horchata, el líquido grisáceo que, poco a poco, se iba convirtiendo en un bloque de hielo, "que la gente observara meticulosamente las nuevas reglas de tráfico, por convencimiento o por sentirse aterrorizada ante las sanciones, multas, retiradas de carnet e incluso pérdida de la libertad".
-Viviríamos en el mejor de los mundos posibles -repuse, mientras repasaba mentalmente los pros y contras de pedir otra copita bien fría del vino de Rueda que me refrescara el paladar. "No", repuso. "Iríamos directamente hacia el caos. Si todo el mundo cumpliera con las normas se ahorrarían, sí, unas cuantas vidas, incluso nadie moriría en colisiones entre vehículos o atropellado. Y los automóviles estarían mejor cuidados, al no exigírseles esfuerzos suplementarios, lo que prolongaría y envejecería el parque automovilístico. Carecería de sentido -como ocurre en la actualidad- que los coches pudieran alcanzar los 260 o los 300 kilómetros a la hora, no se calentarían con exceso los motores y los usuarios comprobarían cuidadosamente el estado de las ruedas, los frenos y, en general, el correcto funcionamiento de la máquina".
-Encuentro esos supuestos sumamente aceptables -le dije, llamando al camarero, pues el tema suscitado por mi amigo parecía ir para largo.
"Medita sobre ello, por favor. La vigilancia y mantenimiento del automóvil retardaría su vida útil y la gente, en la mayoría de los casos, demoraría muchos años la sustitución del viejo modelo. En un primer momento, los fabricantes se desvivirían por ofrecer productos atractivos, agotándose pronto la oferta, eternizándose los stocks y causando primero el recorte de las plantillas y, más tarde, el colapso y cierre de la actividad automovilística. Quizá perdurara durante un tiempo en la resurgente China, hasta que cada chinito dispusiera del utilitario correspondiente. ¿Tienes idea de cuántos millones de seres dependen directa o indirectamente, de la industria del motor?".
Le confesé, sin vacilaciones, que lo ignoraba.
"Sigamos inmersos en la Arcadia de la disciplina ciudadana. Al no haber accidentes, los seguros perderían su razón de ser, o ésta disminuiría sensiblemente. Quebrarían la mayor parte de las compañías y las aledañas al sector. Estaremos ante la inutilidad de los servicios jurídicos que nos defiendan de ciertas o fingidas denuncias y centenares de abogados especializados en la materia engrosarían la legión de parados. La medicina traumatológica se vería afectada y sobrante mucho personal experto en rehabilitación de tetrapléjicos o simples contusos. Con el mismo efecto, los innumerables talleres de reparaciones echarían el cierre al disminuir drásticamente la clientela, y el arte de cobrar elevadas sumas por arrearle unos cuantos martillazos al motor o a la carrocería perdería a sus practicantes. Consideremos, aunque sea marginalmente, el colectivo de los ladrones de automóviles cuyo deplorable tráfico recibiría un golpe mortal...".
-Tengo la impresión -le dije, aprovechando que daba el último sorbo al vaso que contuvo horchata y sólo conservaba un 80% de agua, convertida el hielo fundido- de que estás haciendo una versión apocalíptica a partir de una supuesta conducta civilizada de la ciudadanía.
"Reconozco que es una especulación sombría, pero falta añadir el desastroso futuro que espera a la policía de tráfico, a los cientos de motoristas que acechan en los puntos donde saben que el conductor tiende a pisar con mayor energía el acelerador. Eso sin contar con el floreciente negocio de la recaudación de las multas, la subasta de incobrables, la burocracia crecida en torno a las siempre torvas relaciones entre el contribuyente y las autoridades, las gestorías y las autoescuelas que, disminuidos los riesgos de la conducción, rara vez tendrían que repetir unas enseñanzas que naufragasen ante los exigentes examinadores".
-¿Sabes lo que te digo? -terminé, harto de aquella versión dantesca-. Que eres un exagerado. Al salir encontré, sujeta por el parabrisas, la notificación de una multa. No reparé en que era zona regulada, porque había poquísimos coches aparcados. Era pleno agosto, tiempo de vacaciones, y la mayor parte de las oficinas y comercios, cerrados. "¡Aleluya!", me dije, "no todo está perdido, maldita sea".
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