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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

'La Tempestad': de lo vivo a lo pintado

Marcos Ordóñez

Uno. A lo largo de nuestro siglo, La Tempestad de Shakespeare ha tenido lecturas políticas (una fábula sobre el colonialismo), filosóficas (una alegoría sobre el Neoplatonismo, con Próspero como superhombre renacentista), gnósticas (Calibán como ángel caído), psicoanalíticas (un "sueño de la razón", reflejo de los conflictos internos de Próspero), y, la más extendida, una secreta biografía artística del propio Shakespeare, con la varita rota y el libro hundido del final como su emblemático adiós al teatro; teoría muy sugestiva, pero un tanto desmentida por la posterior escritura de Henry VIII y The Two Noble Kinsmen, aunque fuera con la ayuda de John Fletcher. Harold Bloom quiso ver en La Tempestad no una clausura sino un experimento en busca de una "nueva forma": quizá por eso suele montarse siempre tan mal. La mezcla de géneros -drama, farsa, comedia féerie- es absoluta, pero ya estaba, si nos paramos a pensar, en El sueño de una noche de verano. Quizá La Tempestad ahonde en la idea, tan cara al barroco, de la extrema irrealidad de la existencia ("such stuff/as dreams are made on") a través de una serie de mutaciones y espejismos que trazarían un viaje coral hacia el conocimiento. Todos cambian, salvo Antonio, el villano, absuelto pero inalterado. Les cambia el amor, la percepción de sus errores (Calibán tomando por dios a un borracho) o el perdón de Próspero. Y quien más cambia es él. El ejercicio de la magia le revela su despótica intransigencia: la verdadera tempestad era la que se agitaba en el interior de su cabeza. Es uno de los "personajes positivos" menos simpáticos de Shakespeare, pero acaba trascendiendo su anhelo de venganza a costa de abandonar sus poderes y regresar como hombre al mundo de los hombres. Cuando la tempestad desborda, literalmente, su entendimiento y provoca el naufragio de sus enemigos, emergen de nuevo las pasiones soterradas. Sebastián y Antonio quieren matar a Gonzalo; Calibán conspira con Esteban y Trínculo. Vuelve también el amor, el amor naciente de Miranda y Fernando. Próspero descubre que la maldad y la estupidez son eternas, pero el amor también. Ha fracasado en su intento de educar a Calibán, ha convertido a Ariel en un esclavo, y acaba por comprender que no puede hacer de su hija otra esclava, que ella pertenece al mundo del que Próspero se exilió espiritualmente. En la penúltima escena, mientras Miranda y el príncipe Fernando se juegan veinte reinos al ajedrez, el viejo mago la contempla como Spencer Tracy miraba a Liz Taylor en El padre de la novia: con los ojos de la resignación, de la juventud perdida y del inexorable paso del tiempo. Miranda se casará, se hermanarán los ducados de Milán y Nápoles, y, tema eterno de Shakespeare, las dinastías serán restauradas.

A propósito del montaje de La tempestad, de Shakespeare, por Lluís Pasqual

Dos. Poco de todo esto (y esto no es más que un breve resumen de temas y tonos) he logrado encontrar en el montaje que Lluís Pasqual presentó en el Arriaga, en programa doble con su ya comentado Hamlet, y, que tras recalar en el Español, llegó al Lliure como una de las ofertas estelares del Grec. El "retorno" de Pasqual a Barcelona obtuvo un gran éxito de público, especialmente con Hamlet, muy desigual aunque con momentos notables, pero La Tempestad no está ni de lejos a su altura. O por lo menos no logro yo hacerme una idea de su propósito. No sé si el director ve La Tempestad como una farsa absurda, un espectáculo de cabaret en la línea descacharrada de Alfredo Arias o una función infantil. Se despliega el precioso telón, casi circense, diseñado por Paco Azorín, y entra en escena un extraño personaje que habla como Pompoff, viste un mono de mecánico y lleva alitas. ¿Es el fantasma de Otilio, el chapuzas de Ibáñez? ¿Es Super Mario? No, es Anna Lizarán, una de las más grandes actrices de nuestro país, aquí tristemente malbaratada, apayasando a Ariel, "espíritu de aire y de agua", sin motivo aparente, y soltando su texto como si fuera un bromazo. El siempre poderoso Francesc Orella lo tiene crudo para imponer su autoridad: es un Próspero perplejo, que a cada paso parece a punto de preguntar: "¿Era aquí lo de La Tempestad, no? A ver si me habré metido en el plató de Los Chiripitifláuticos". Porque hay más Arieles o Arielas, y una de ellas, Itxaso Corral, canta el Full Fathom Five más desafinado que he oído en mi vida, simplemente porque le han marcado un tono que no puede alcanzar. Y Calibán, mitad salvaje mitad anfibio, no es esa criatura del subsuelo que definió Bloom como "puro instinto y puro dolor, como un simio al que han enseñado a hablar, a expresar, en vano, su dolor y su deseo": a Aitor Mazo le han impuesto un acento cubano de chiste y unos movimientos de boxeador sonado. Jorge Santos interpreta a Trínculo, por razones igualmente ignotas, como un travesti de provincias en horas bajas. Jesús Castejón, por el contrario, inyecta verdadera gracia y energía al cocinero Esteban, convirtiéndolo en un fierabrás casi barojiano, casi Jaun de Alzate. Los nobles, a juzgar por sus gritos, parecen seriamente ensordecidos por la galerna. Sebastián (Lander Iglesias) y Antonio (Joseba Apaolaza) conspiran a la manera de los Hermanos Malasombra, y Helio Pedregal (Alonso, el usurpador) pasea como si pendiera una orden de arresto sobre todo aquel que se atreva a mostrar una emoción. Así las cosas, cada quien hace su guerra, y predomina una sensación de general incomodidad, redoblada por esos temibles palés portuarios y cascatobillos que Azorín ha sembrado en la boca del escenario. Orella sólo logró conmoverme en su monólogo final, apoyado en una imagen sencilla y clara, con verdadera fuerza poética: Ariel, liberado, se transforma en una bombilla, una veilleuse de teatro, esfumándose en la sombra, perdiéndose en los telares de otro montaje posible. Pero ya es tarde. Y bastante triste revisar tu cuaderno de notas y darte cuenta de que está lleno de preguntas sobre las intenciones de la puesta en escena, es decir, que no brotan del texto mismo, de las honduras y enigmas de Shakespeare.

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