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Columna
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La paloma se equivocaba

Un madrileño, ante las fiestas castizas, no sabe qué pensar. Qué sentir. Con esta historia de que Madrid no es de nadie, a muchos nos cuesta asumir como nuestra una virgen, un traje, un baile. Las festividades regionales exaltan los sentimentalismos patrios, religiosos y profanos, y los madrileños no tenemos de eso, si no tenemos ni osos ni madroños...

Hace tiempo que el Ayuntamiento ha puesto en marcha un plan para modernizar la ciudad. El alcalde no se ha conformado con horadar y peatonalizar todo lo que ha pillado, ni siquiera con programar el desmantelamiento de los neones del centro, sino que ha desencadenado toda una estrategia para vender la marca Madrid al extranjero. No se trata de concienciar únicamente a la comunidad internacional de que esta metrópoli es ideal para acoger cualquier tipo de turistas, incluidos atletas olímpicos, sino de convencer a los propios madrileños de nuestro carácter cosmopolita y heterogéneo, abierto y multirracial. Pero la semana pasada, en medio de esa fiebre universalista azuzada por las macroobras y los guiris, llegaron las fiestas del pueblo.

Los madrileños, carentes de una idiosincrasia poderosa y diferencial, hemos asumido que esta ciudad es de todos, que Madrid es un melting pot europeo, un cruce de caminos en la península pero también entre África y Europa, entre América y Asia. Hechos, pues, a la idea de nuestra ciudadanía mundial ¿cómo encarar el brote de localismo que representa la fiesta de la Virgen de la Paloma? ¿Cómo encajar las palabras verbena, chotis o barquillo dentro de la atmósfera pluricultural que cada vez nos representa más?

Durante las celebraciones de la semana pasada, Madrid jugaba grotescamente a ser un pueblo, una localidad como cualquier otra de España, con sus trajes regionales y sus cánticos. Era inevitable percibir el alcanfor en las gorras de los chulapos, en los mantones de las mozas que iban de sus brazos. Son personas mayores quienes se disfrazan el 15 de agosto, quienes buscan una especie de "nacionalismo" madrileño, de identificación con una personalidad que la ciudad ya no tiene. La procesión del martes pasado estuvo poblada de ancianos, inmigrantes y bomberos. Miles de madrileños aprovecharon la ocasión para tomarse una cerveza en las barras improvisadas en La Latina, pero muy pocos entendieron las fiestas como la exaltación de un orgullo religioso o territorial. Sin embargo, aunque apolillado, a muchos nos resulta entrañable ese Madrid de claveles en la solapa y chalecos a cuadros. Porque en el fondo, aunque estemos satisfechos de recibir a los japoneses con quimonos en los hoteles, echamos de menos cierto provincianismo. Gran parte de los madrileños hemos adoptado el pueblo de nuestros padres. Sus fiestas, sus comidas, sus acentos constituyen un universo queridísimo, ese territorio de exclusividad e identificación que todos, en el fondo, necesitamos. Durante la infancia, confesar que nuestros mayores eran de un pueblecito insignificante podía llegar a avergonzarnos, sin embargo hoy esas diminutas poblaciones representan nuestro patrimonio emocional más preciado, ese lugar secreto y fantástico, como la cabaña en el árbol para el niño, como la cueva del edredón.

Así pues, muchos madrileños hemos saciado esa necesidad de pertenencia única e íntima a un lugar interpretando como propio el pueblo de nuestros padres, deseando aprender su vocabulario, sus refranes, descansar en sus cementerios. Esa población privada y antigua no es Madrid, no puede ser Madrid. Sólo los ancianos que recuerdan la Gran Vía sin coches o los inmigrantes ansiosos de fusionarse con la comunidad son capaces de invocar el Madrid pueblo, de creerse que esta ciudad está amparada por vírgenes pintadas en lienzos y de que pa chulos nosotros.

La otra gran paradoja es que la capital celebra sus fiestas cuando una inmensa parte de sus habitantes está de vacaciones, huida precisamente de la ciudad y a consecuencia de la ciudad, transformada en el símbolo de la opresión laboral, del atasco, del ruido, de la contaminación y el frenetismo. Así que mientras en la villa se hace apología de los santos, los volantes y los bocadillos de calamares autóctonos, la mitad del personal mira contrariado el espectáculo y la otra mitad celebra, en otro pueblo, no ser madrileño por un rato.

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