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HISTORIAS DE FAMILIA

El tiempo no tiene paredes

La mayoría de las historias curiosas de mi familia tienen alguna relación con los acostados. Los acostados, según conté por largo en mis memorias, constituían un sector de los Bonald que habían optado un día por la cama, nunca después de los cuarenta o cuarenta y cinco años, como más idóneo lugar de residencia. Que yo recuerde, había cinco acostados de comprobable tenacidad repartidos entre Jerez y Madrid, ya que ignoro qué hábitos regían al respecto en la rama francesa de la familia. En Jerez guardaban cama en régimen de estables tres Bonald: el abuelo Rafael, tío Rafael y tía Isabela. Los otros dos, tía Carola y el primo Alberto, residían a la sazón en Madrid, aunque este último se rezagó un poco del resto de los encamados y también acabó sumándose a los de Jerez. Así es al menos como suelo situarlos en ese tiempo acucioso que va de la infancia mediada al final de la adolescencia.

Insisto en que ya dediqué un prolijo capítulo de mis memorias a relatar esa tendencia de no pocos parientes míos a permanecer en la cama más tiempo del imputable a un capricho pasajero. Una costumbre ésta que lo mismo podría considerarse una curiosidad que un infortunio. Sin duda que se trata de una rememoración que queda ya tan lejana que me parece ajena, pero siempre estoy en condiciones de recuperar algún matiz olvidado, alguna nueva aportación a un anecdotario del que nadie en mi casa se permitió nunca la menor alusión malhumorada o desdeñosa. Tampoco es que el panorama doméstico resultara edificante o que la piedad sirviera de contrapeso al desorden, es que cuando se hablaba de los acostados se hacía con una cierta dosis de benevolencia, como si se atenuara la anomalía por el procedimiento de mostrarse desinteresado. Esos parientes míos no eran ni enfermos imaginarios, ni gente desocupada sometida a las infiltraciones del taedium vitae, ni personas desentendidas de la realidad por razones librescas; eran simplemente unos ciudadanos algo extravagantes, eso sí, pero muy conscientes de su papel de dimisionarios de los afanes de cada día. Tampoco creo que experimentaran en ningún caso la menor inclinación al arrepentimiento.

Al abuelo Rafael Bonald, que era químico farmacéutico, sólo lo vi levantado los jueves, y no todos. El resto del tiempo permanecía en cama, recostado en unos almohadones, leyendo libros de química, enología o historia antigua, fumando un puro detrás de otro y bebiendo pausadamente ginebra con albahaca y, sobre todo, oloroso, un vino jerezano de lo más aconsejable para propiciar resurrecciones. También solía protestar por la escasa imaginación de la cocinera y paladeaba con mucha aplicación unas pastillas fabricadas precisamente en los laboratorios que la familia tenía en Madrid. Esas pastillas se anunciaban como muy recomendables para las afecciones de garganta, aunque en realidad eran muy recomendables para todo, pues en su composición entraba la cocaína, sustancia de curso legal en la farmacopea de la época. La habitación del abuelo olía poderosamente al mentol de esas pastillas, a madera envinada y a tabaco marchito. Un olor, por cierto, que me ha acompañado como una excitación persecutoria durante casi dos tercios de siglo. Demasiado tiempo para que sea verosímil.

Decía que los jueves, por lo común, el abuelo se levantaba a media tarde, se aseaba y vestía con esmero minucioso, se proveía de bastón y jipijapa y nos sacaba de paseo a mis hermanos y a mí. Era un anciano rubicundo y arrogante, de barba cana y ojos de observador desentendido. El jueves por la tarde no había colegio y abuelo parecía empeñado en ocupar esa vacación con un apretado programa de festejos. Yo no sé si lo hacía movido por el cariño o por la extravagancia. En cualquier caso, usaba de una notable permisividad, dejándonos hacer todo lo que las buenas costumbres o la vigilancia doméstica nos vetaba, a saber: chapotear en los charcos, andar por barandales de alto riesgo, trepar a los árboles, y cosas así de apetecibles, aparte de atiborrarnos de pasteles en una confitería de su predilección. El caso es que volvíamos a casa en un estado de empacho y desarreglo tan ostensible que mi madre acabó inventándose una buena excusa para que aquellos temerarios paseos de los jueves quedaran suspendidos. De modo que, a partir de entonces, los jueves por la tarde se fueron alojando en mi memoria como otras tantas marcas de la frustración. Yo miraba al abuelo desde la puerta de su habitación y a veces él también me miraba con una especie de altanero desinterés.

Al hilo de estos recordatorios, se me viene a la cabeza otra ramificación llamativa a cuenta de esos parientes que se resistían a abandonar la cama, incluso sabiendo que de esa obstinación podía derivarse, como efectivamente se derivó, algún serio menoscabo de la economía doméstica. El primo Alberto era bastante mayor que yo y, tras una superflua etapa estudiantil madrileña, donde logró hacerse arquitecto y donde atravesó por alguna que otra fase de acostado diurno, volvió a Jerez provisto de unas nociones muy atrabiliarias sobre la engorrosa operación de tener que levantarse cada mañana. Fue atrasando, de hecho, la hora en que se decidía a hacerlo, hasta el punto que sobrepasó el mediodía, se alargó hasta media tarde y, ya cuando advirtió que se le echaba la noche encima, optó por considerar un contrasentido levantarse tan a deshora y, a partir de ahí, se quedó acostado a tiempo completo. O sea, que el primo Alberto heredó de su padre lo que éste había heredado del suyo, cosa que tampoco supuso ninguna irregularidad. Leía de modo incansable, aprovechando los muchos libros que había reunido durante años, especialmente literatura de viajes, en la que era muy versado y cuya predilección no parecía compadecerse con la acérrima inmovilidad del lector. Pero antes de que eso ocurriera, el primo Alberto protagonizó algún episodio de cierta notoriedad.

A poco de volver de Madrid, decidió abrir un estudio de arquitecto en una casa del centro de Jerez. La compra del local, la instalación y la contratación de un colega y una secretaria, supuso una merma considerable de su hacienda, ya muy reducida tras las ventas disparatadas de las propiedades que heredara del padre. Pero todo quedó muy aparente y todo parecía augurar un éxito inmediato. El primo Alberto empezó por no acudir a la oficina hasta el mediodía y, aun así, se mostró de lo más desapacible con los escasos clientes que acudieron al estudio. Trataba a toda costa de imponer sus gustos y manías y, cuando no lo lograba, suspendía sin más el supuesto encargo. La táctica parecía manifiestamente mejorable y no pasó mucho tiempo sin que el primo Alberto, una vez probada su incapacidad para manejarse profesionalmente, optara por dar por clausurada la oficina.

El estudio de arquitectura pasó a ser, sucesivamente, asesoría de proyectos urbanísticos, centro de planificación de nuevas bodegas, agencia de contratación de artistas y no sé qué más. Es posible que alguna de esas actividades hubiese podido ser productiva si no hubiese coincidido con la etapa en que Alberto permanecía acostado hasta bien entrada la tarde. Había mandado fabricar una placa de hierro esmaltado donde se leía: "El tiempo no tiene paredes". Debajo, entre historiadas cenefas, aparecía una indicación vacilante: "Se atiende a las 7 o a las 8". La placa estaba fijada en la puerta de la oficina y supongo que su única función era la de hacer flaquear la confianza de algún presunto cliente.

Y fue entonces cuando el primo Alberto, en vista de la infructuosidad de sus tentativas empresariales, ideó la gran jugada. Vendió sin ningún tino el local y el mobiliario, se compró un coche inglés descapotable y se dedicó a conocer las noches de la comarca. Salía a sus descubiertas a última hora de la tarde y volvía al amanecer. Como se había habituado, digamos que por prescripción genética, al oloroso y a la ginebra con albahaca, se agenció una especie de secretario que, en evitación de posibles percances, era el que conducía el coche. Nunca supe muy bien en qué lugares y de qué modo pasaba el primo las noches. Sólo sé que su madre, una señora bondadosísima ya habituada a la mucha afición de los Bonald a la cama, vivía en una pura congoja con las desapariciones del hijo. Pero incluso llegó a tranquilizarse cuando, al volver de uno de sus viajes nocturnos, el primo Alberto cedió al impulso hereditario de pasarse la vida en la cama. Al menos, la madre ya conocía su paradero.

Rafael Bonald, abuelo del autor.
Rafael Bonald, abuelo del autor.

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