Retratos
Me pongo a mirar las fotografías. Conozco las caras y no las conozco, congeladas en medio de una expresión con algo incompleto en ellas. No es que les falte vida, tienen vida, les falta una parte de lo que son, si llego a tocarlas toco papel, no carne, y para colmo, en algunas de ellas, con un rectángulo de cristal que nos separa. Sólo los muertos están enteros en los retratos, porque se han convertido en retratos, son retratos, y lo que guardo en la memoria se va desarticulando, diluyendo, dejando de tener forma: gestos, actitudes, aromas que se desvanecen lentamente, como el perfume en los frascos vacíos que conservan una vaga y dulzona aura de flores. En el caso de los vivos, encuentro fragmentos suyos que no me llegan ni me consuelan. Me miran desprovistos de voz y de espesor. Digo su nombre y no responden.
Si el Universo se inició en un momento dado, ¿a qué se dedicaba Dios antes?
Digo
-Tú
y me observas con indiferencia, siempre con los mismos pendientes, el mismo peinado, la misma blusa, la misma edad que se resiste a los años. Digo
-Tú
y ninguna mano llega a mi cara, no respiras frente a mí, no me buscas, aprisionada en el marco. ¿Por qué no respira tu pecho? ¿Por qué no se enredan tus piernas en las mías? ¿Por qué no sales de ahí? ¿Será tu nombre el mismo? ¿O habrá cambiado el mío? Preguntas, preguntas. Lleno de preguntas siempre. Hoy he almorzado con mis camaradas de compañía. Éramos cinco oficiales y el capellán que ha estado siempre con nosotros, tan esclavo como nosotros de aquella miseria. La conversación rondó sobre Dios, la muerte, el significado de la muerte. En cierto momento le pregunté
(preguntas, preguntas)
-¿Qué demonios hacía Dios antes de la Creación?
Y la respuesta no me satisface. Su Espíritu se movía sobre las aguas, dice la Biblia. Bien. Pero ¿en qué se entretenía? Si el Universo se inició en un momento dado, ¿cómo se sabe a qué se dedicaba Dios antes de inventarlo? ¿Hacía solitarios, se aburría? He escuchado alguna explicación, siempre rizando el rizo. Me gusta mucho el capellán
(se llama Honório)
me gusta mucho Honório, pero mi fe está plagada de dudas. Soy un hombre religioso cargadito de dudas. Honório no ha cambiado nada desde África: le han salido algunas canas, eso es todo. Un hombre bueno que siempre fue insuperable para nosotros. Creo que no te perdono una cosa, padre: fue que me hayas hablado hoy de un episodio que enterré lo más deprisa que pude en el fondo de la memoria, y bastó que lo mencionases para que volviese a dolerme:
-Aquella vez que fuiste al bosque por la noche a buscar a un soldado que había perdido una pierna.
Y me apareció de nuevo el unimog, la ausencia de luna, el bosque, las minas, la guerra, el soldado tumbado en la hierba, tan pálido bajo los faros. Lo había borrado en mí. No quería, por nada del mundo, regresar a ese momento. Y tú viniste a traérmelo de vuelta. Qué suerte no haber muerto allá, no habernos muerto allá. Bien, pero no estaba en eso, estaba en los retratos. Voy a seguir con los retratos. En las noches sin luna de África, la tierra huele con más fuerza. Árboles enormes. Ríos. Digo
-Tú
y me miras indiferente, yo que no te era, no te soy indiferente. Estaba en los retratos que me intrigan desde la infancia, familiares y extraños, con no sé qué de amenazador en la inmovilidad de las facciones. ¿Cuál es el motivo de que esté escribiendo esto si no me apetece hacerlo? Para ser sincero, no me apetece escribir nada. Tal vez mirar por la ventana, seguir a los aviones que se elevan y aterrizan. Le dije a Honório
-¿Cuando me muera encontraré a las personas que quiero?
Respuesta: sí, pero no con el cuerpo, y no concibo nada sin el cuerpo, yo que me siento cada vez más solamente cuerpo, piedra, árbol, cosa. No me apetece escribir nada. Encontrar a las personas que quiero sin el cuerpo. Honório me explica por qué razón al soldado en el bosque le faltaba una pierna. Con nosotros seis, el restaurante donde comemos parecía el comedor de oficiales. Me gusta mucho estar con ellos y, al mismo tiempo, cómo decirlo, a veces es difícil. No por la gente. Por el pasado que regresa, instantáneo, lleno de horror y sufrimiento. Los eucaliptos de Cessa inmensos. Crepúsculos que nos abrumaban. Hay fotografías de todo eso también. Retratos. Nosotros de pie en los retratos y sin embargo vivos. Conozco las caras y no las conozco, congeladas en medio de una expresión con algo en ellas de incompleto. Me miran desprovistas de voz y de espesor. No me siento triste. Palabra de honor que no me siento triste. Sentado a esta mesa veo llegar un avión. Y, de repente, una alegría inexplicable: creo que por tener cuerpo y estar vivo. Corrijo: estoy seguro de que es por tener cuerpo y estar vivo. Y mi corazón o el despertador
(cualquiera de los dos)
latiendo, siempre latiendo.
Traducción de Mario Merlino.
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