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ESCRITO A MANO
Columna
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Urinarios públicos

En la edición de EL PAÍS para la Comunidad Valenciana leo una postal de verano firmada por Joan M. Oleaque, que debe ser el mismo que nos ofreció hace años el relato magistral del triple asesinato de las adolescentes de Alcàsser. Oleaque me divierte ahora contando que en la playa de Pinedo hay sólo un urinario de alquiler; poco, frente al ejército de retretes de la visita del Papa. Un día -¿quizá porque existía un estudio no hecho público que indicaba que la fisiología de los españoles había cambiado?-, cerraron los urinarios públicos en casi todas las ciudades, parques y estaciones de ferrocarril, pero no en los aeropuertos, tal vez porque por cosa de los nervios, la gente que vuela orina más. ¿Resultado? En muchos bares tienes que pedir la llave del lavabo porque se cansaron de transeúntes. En la mayoría de estaciones no orinas si no pagas, en el metro debes aguantarte hasta llegar a casa y en la calle mucha gente ha optado por orinar en las esquinas. De forma salvaje, además. Compraba yo un cupón de ciegos en la esquina de Rambla con Boquería, cuando el marido de la ciega dijo: "Una chica extranjera se ha bajado las bragas y está meando enseñando el coño". La ciega comentó: "Lo veo y no lo creo". El urinario público tenía mala fama. Pero solucionó problemas a la inmensa mayoría: orinamos cuando la situación era desesperada, compramos tabaco y nos lustraron los zapatos dándonos palique, sin que nadie nos metiera mano siguiendo el manual del también desaparecido urinario inglés. Reivindiquemos los urinarios públicos.

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