Elisabeth Schwarzkopf, la cantante que elevó a Mozart a la cima más alta
La gran soprano germana alcanzó la gloria musical desde la inteligencia
El mundo de la lírica está de nuevo de luto desde anteayer. Con el fallecimiento a los 90 años de la gran soprano Elisabeth Schwarzkopf mueren también un poco Mozart y Richard Strauss, autores elevados por la insigne cantante a cimas prácticamente inalcanzables. No ha pasado tanto tiempo desde que abandonó este mundo Victoria de los Ángeles, la gran dama del canto del Sur de Europa. La Schwarzkopf era quizá su equivalente en la cultura centroeuropea. Un mito, desde luego. Con una proyección actual basada fundamentalmente en el universo fonográfico. Sus escasas apariciones en público en los últimos años eran con la excusa de alguna clase magistral. Tuve la fortuna de verla en una de ellas en Schwarzenberg, en el contexto de la Schubertiade del Vorarlberg austriaco. Lo que permanece de ella -y lo hará por muchos años- está en los discos. Les adelanto tres para la eternidad: los Cuatro últimos lieder de Richard Strauss; el personaje de la Mariscala, de la ópera El caballero de la rosa, también de Strauss, dirigida por Herbert von Karajan, y el de la condesa de Las bodas de Fígaro, de Mozart. Era evidentemente una aristócrata del canto. Pero su voz tenía una cercanía especial, cierta morbidezza que la hacía única e inconfundible. En su casa de Schruns, Austria, ha exhalado su último suspiro.
Olga Maria Elisabeth Frederike Schwarzkopf había nacido el 9 de diciembre de 1915 en Jarocin, Poznan. Alemana de origen polaco, o polaca con familia prusiana de varias generaciones, acabó adquiriendo la nacionalidad británica. En 1946 Herbert von Karajan la define como "la mejor cantante de Europa". Al año siguiente debutaría por invitación personal del maestro en el Festival de Salzburgo como Susana en Las bodas de Fígaro. También en 1946 conoce a Walter Legge, el legendario productor discográfico que orientaría su carrera en el terreno de las grabaciones y al que acabaría uniéndose en el terreno sentimental. Karajan la llevó de la mano en su straussiana década prodigiosa de los cincuenta, pero también fue dirigida por Wilhelm Furtwängler, Otto Klemperer o Vittorio de Sabata. Toscanini también la adoraba y a mediados de los cincuenta fue premiada personalmente por él con el Orfeo de Oro. Los teatros de ópera de Berlín, Viena, Londres, París o Milán se la rifaban. Había alcanzado la gloria desde la inteligencia.
Porque si algo hay que destacar por encima de todo en el canto de Elisabeth Schwarzkopf es precisamente la inteligencia. Su carrera no fue especialmente larga, pero estuvo siempre administrada con lucidez en la elección del repertorio, retirándose de los escenarios en el momento preciso, cuando el declive empezaba a imponerse. Su impecable formación en técnica vocal va en paralelo a su formación musical, que en lo puramente instrumental se manifiesta en un amplio dominio que se extiende desde el piano a la viola, y en lo teórico, de la armonía al contrapunto. Su personalidad se manifiesta con la misma brillantez en la faceta operística que en la liederista. Su identificación en esta doble aproximación con un compositor como Richard Strauss es, sencillamente, prodigiosa.
El magnetismo que desprendía Schwarzkopf, la fascinación de su manera de cantar, su expresividad elegante, se impusieron a todo tipo de "desviaciones" derivadas del ambiente de posguerra y la caza de brujas. De hecho, se la acusó de haberse adherido al nazismo en 1939 y un periódico como The New York Times la bautizó como "la diva nazi", como recordaba ayer el diario La Repubblica. Poco queda hoy de todo aquello. La imagen de Elisabeth Schwarzkopf que se ha impuesto con el tiempo es la puramente artística. Su estética, su profesionalidad, su capacidad de seducción, son incuestionables. Escúchenla, por favor, en un registro que tengan a mano.
Salta también de todo esto una inevitable nostalgia de una época dorada del canto y, quizá por extensión, de la interpretación musical. En esa década prodigiosa de los cincuenta y comienzos de los sesenta, Schwarzkopf era contemporánea de Elisabeth Grümmer, María Callas o Renata Tebaldi. Este nivel de competitividad tenía necesariamente que pesar. Y de ello se beneficiaban todos los artistas.
De Elisabeth Schwarzkopf se desprende por encima de todo esa nostalgia de otra época musical ahora venerada. Pero también remite su ejemplo a un concepto de la vida muy lejano al que hoy domina en los ambientes musicales y en los que no lo son tanto. Se hacía música para vivir, e incluso para sobrevivir. La música era la manifestación más alta de la vida ideal. Y en ese compromiso moral la belleza alcanzaba la plenitud en intérpretes como Schwarzkopf. No me canso de decirlo. Pocas veces Mozart ha sonado tan profundo y quizá nunca Richard Strauss tan irresistiblemente fascinante.
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