La calabaza gigante
En la penumbra de la cabina del baño turco de un balneario los problemas del mundo teñidos bajo un parpadeante firmamento de bombillitas rojas, azules y amarillas se diluyen exactamente en cuatro minutos y treinta segundos: el tiempo que tardan en ir cayendo como lágrimas negras, víctimas del vapor, las letras de las páginas del periódico que sostienes en las manos. Dopajes, guerras, crímenes pasionales, corrupción urbanística, pequeñas embarcaciones llenas de inmigrantes navegando a la deriva... Viejas historias con nuevos protagonistas. María Casares me dijo hace años que los dramas y pasiones de hoy ya están descritas en el teatro de la vieja Grecia. Pero sales del baño turco, te relajas en una tumbona, lees la edición en inglés de Haaretz, de Israel, que la recepción del balneario te ha bajado de Internet y sonríes: entre las noticias de la crisis económica, la angustia de madres de soldados, el anuncio de llamada a filas de tres divisiones de reservistas y el balance diario de bombardeos, muertos y heridos, la vida cotidiana sigue provinciana: en el kibutz Givat Brenner's han cultivado durante 100 días una calabaza que pesa 70 kilos y tiene una circunferencia de dos metros. La fotografía que ilustra el texto muestra los rostros de dos niños asomando tras la calabaza. Sonríen felices. Doblas el diario, cierras los ojos y recuerdas que en la papelera cercana a la cabina del baño turco dejaste desangrada por la agresión del calor, la humedad, el sudor y la tristeza una página en la que aparecía la imagen de otros niños, víctimas de bombardeos.
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