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Análisis:Puro teatro | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

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Marcos Ordóñez

Uno. Del mismo modo que José María Pou, eje de la entregadísima compañía del Romea, sostenía sobre sus espaldas el Lear de Calixto Bieito, Joel Joan es la turbina de irradiación energética de su nueva entrega, este Peer Gynt que, a juzgar por los ecos de su estreno en el Festival de Bergen, daba bastante miedito: las crónicas referían la entusiasta acogida del público y enumeraban, ay, una serie de "figuras de estilo" (sadomaso, guarrerías varias, gansterismo cutrelux) que hacían temer un más de lo mismo. El caso es que fui a la inauguración del Grec con los congojos en la tráquea y salí requeteconvencido y con escasas pegas. Aunque Bieito se ha labrado a pulso que el follaje, con perdón, no deje ver el entrelazamiento de sus ramas, aquí hay poco petardeo y mucha alquimia. De entrada, el espectáculo da un paso más allá en la línea de contención que reinició Lear, un órdago a la grande pese a sus desajustes. Ya sé que mentar la contención hablando de Bieito es como sentar a Hannibal Lecter frente a un plato de lechuga, y que la gratuidad y el desparrame nunca desaparecen del todo en sus montajes pero esta vez ha logrado destilar la esencia de un texto que es pura metástasis formal, una absoluta mezcla de estilos y tonos: poema dramático, leyenda popular, gran slalom metafísico. Peer Gynt es a Ibsen lo que Camino de Damasco es a Strindberg: una pieza desbordante y desbordada por definición, por puro anhelo de búsqueda. Se me ocurren otros puentes: no estamos lejos, pienso, de los toboganes espirituales de Hesse (el expresionismo alucinado de Demian y El lobo estepario) o incluso, en sus pasajes más oníricos y alucinados, del Lorca del Teatro bajo la Arena (Así que pasen cinco años, sin ir más lejos).

Dos. Peer es un tarambana ególatra y fabulador, entre Baal y Cristy Mahon; una bestia parda ingenua y amoral que busca "llegar a ser" (el "moi-même, mais reussi", de Montherlant) y, de paso, comerse el mundo a bocados. Qué digo el mundo: todos los mundos posibles. Joel Joan, un atleta teatral como hay pocos, un joven mattatore, es la elección perfecta para el personaje: más chulo que un ocho, conmovedoramente peterpanesco y al mismo tiempo con el peligro de Tom Cruise en Magnolia. La primera parte, un tanto balbuceante y con alguna que otra arritmia, está empapada en salsa Fassbinder: Peer tropieza en todas las esquinas de la jungla de las ciudades, mete y se mete, le brean los malos (vestidos, una vez más, en el Cortefiel de Bulgaria), y acaba, tras quincocientas cervezas, pasando al otro lado del espejo, donde habitan unos trolls a caballo entre los travestorros del Rocky Horror Show y la banda de Dennis Hopper en Blue Velvet: el puro infierno del imperativo de goce, que diría papá Lacan. Vender el corazón al Super Yo tiránico tiene sus réditos ("¡Mamá, mamá, estoy en la cima del mundo!") y el riesgo cierto de dejar el alma en un almario muy, muy profundo. Tras ese encuentro goyesco con el rey de Dovre (Boris Ruiz, más inquietante que nunca) y su hija bisexual (Lluís Villanueva, ídem de lienzo), muere la madre de Peer. Mont Plans es una Aase formidable, pero en la preciosa escena de su viaje final hay en Joel Joan una cierta sobreactuación melodramática, que comienza a esfumarse cuando Solveig, su nueva ancla terrena le jura amor eterno: Roser Camí (vestida à la Bjork en Dancing in the Dark) ofrece una composición purísima, sin la menor distorsión, instantáneamente convincente. Y tentacular, porque cuando no interpreta a la paciente amada de Peer le atiza a la batería y hasta se marca, con idéntico poderío, un temazo de P. J. Harvey. También se luce en ese negociado el argentino Javi Gamazo, rasgueando una guitarra casi heavy y emulando a Tom Waits. En el intermedio, tras la tombolera y adecuadísima versión de Something Stupid a cargo de Victòria Pagés, Peer (más Cruise que nunca: faceta cienciológica) se tutea con los amos del mundo (Carles Canut, Boris Ruiz, Miquel Gelabert, y Miquel Galindo en el rol de traductor fool): una escena divertidísima y feroz que parece diseñada por el Savary del Magic Circus, y en la que Bieito consigue que el vínculo morcillero entre la guerra árabe-israelí y el himno del Barça no se quede, por un pelo, en mera patilla.

Tres. La segunda parte me dejó a cuadros por el absoluto dominio de los cambios de registro. Resumo: a) Pope Peer en plan estrella de musical, prometiendo a sus fieles el paraíso en la tierra a los sones del Hallelujah de Cohen (coro: toda la compañía). b) Megalúbrica danza de Anitra (Ana Salazar), convertida en putón de Entrevías que despluma literalmente al mozo tras un zapateado taladrador. c) Visión casi cabalística de la escena de la Esfinge, con un andamiaje metálico dividido en tres niveles, con cabriolas literales al borde del abismo y la estructura de una pesadilla de Lynch: Bieito jamás había jugado (y ganado) así en el territorio de la abstracción pura. (A destacar el terrible y sangriento colofón a cargo de Miquel Gelabert). d) Tras ese ascensor al cadalso del vacío, se apagan los fluorescentes helados y Amparo Moreno canta las exequias del labrador que se cortó un dedo para no ir a la guerra. Precioso monólogo pacifista, muy brechtiano, lastrado por la traducción incomprensiblemente viejuna de Joan Sellent, que contamina la interpretación de la dama. (Hay que apretarle las tuercas a esa escena. Y a esa traducción). e) Grand finale: tempestad de nieve con chorros de espuma de jabón, Canción de la montaña en orquestación de Hollywood, fantasmas plastificados, un Papá Noel que trae la nada muy bien envuelta (como suele suceder) y encuentro imposible entre Peer y Solveig. Otra virguería de la imaginación al servicio de la puesta en escena. Miro el reloj: han pasado casi cuatro horas y ni me he dado cuenta. Me pongo en pie, como mandan los cánones, para aplaudir como un cosaco a Joel Joan, a Bieito y a toda la compañía. Pedazo de trabajo, señoras y señores. Que gire, y mucho.

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