Fantasías de la realidad
El calor sofocante y la luz cegadora que envuelven Barcelona se hacen insoportables al bajar la escalera que conduce al diáfano vestíbulo de Caixafòrum. Deslumbrados por la piedra inmaculada, los visitantes se lanzan a la puerta giratoria como si alcanzaran un oasis largamente deseado. Su objetivo final es Historias animadas, una exposición sobre las nuevas tendencias de la animación audiovisual que injustamente ha pasado desapercibida debido a los ajustes de la política de comunicación de la Fundación La Caixa, que sorprendentemente suprimió su presentación a la prensa. Curiosa coincidencia, tratándose de una exhibición cuyas obras, una treintena entre vídeos y videoinstalaciones, despliegan precisamente "una serie de estrategias creativas críticas, que se contraponen a la hegemonía de la desinformación audiovisual y el descrédito de la imagen", en palabras de los comisarios Juan Antonio Alvárez Reyes, Laurence Dreyfus, Marta Gili y Neus Miró.
A propósito de información: algunos visitantes observan una pantalla instalada al final de la escalera mecánica y, hoja de sala en mano, buscan una relación entre lo que ven y lo que leen, pero es inútil, no se trata de una obra, sino de los nuevos soportes publicitarios de la Obra Social de la fundación... (y si esto fuera una película de animación aquí habría un suspiro).
Una vez en la penumbra de la sala, el presente deja paso a una realidad paralela, hecha de fantasía y magia, aquella magia que embrujó a Georges Méliès haciéndole vislumbrar antes que a nadie las infinitas potencialidades espectaculares del cine. A su película más célebre, Viaje a la luna, está dedicada la obra más potente de la exposición, una poética y reivindicativa videoinstalación del surafricano William Kentridge que por sí sola vale la visita.
Sin embargo, la realidad se impone llenando de agujeros el brillante pero delicado tejido de la fantasía. El Pachygrapsus marmoratus, más conocido como cangrejo depresivo, protagonista del vídeo de Arthur de Pins, no puede escapar a su conformismo biológico, a pesar de las arenas turbias y los vertidos tóxicos que lo acechan. De la misma forma el niño bosnio que relata los asesinatos de sus familiares a la cámara de Sheila Sofian jamás podrá sustraerse a la memoria de los denominados "daños colaterales". Todos estamos atrapados en algo o por algo, parece decir la proyección en el suelo de Eshkar & Kaiser, protagonizada por imaginarios transeúntes que engloban los pasos del visitante, recordándole que el satélite y los equipos de videovigilancia, como el ojo de Dios, todo lo ven.
"No hacen reír", afirma un niño, tajante y sorprendido. Es cierto. La animación no tiene por qué ser sinónimo de chiste fácil, entretenimiento sencillo o, en la mejor de las hipótesis, producciones infantiles. "La carrera es lo mejor", añade el pequeño, indicando una pieza de Magnus Wallin donde, en una pista de atletismo suspendida en el vacío, se escenifica una carrera contra un reloj de arena con alas, símbolo de la peste negra en la Edad Media, que impide la llegada y marca el inicio de algo imposible de conseguir. Es la misma situación de competitividad exasperada que se materializa en Balling games, de Sven Pahlsson, un juego de pelotas enloquecidas que recuerda al espectador la necesidad de desarrollar siempre nuevas estrategias para progresar en un contexto social cada vez más duro y brutal.
Aunque en esta ocasión, por una elección acertada e inteligente, ninguna obra sobrepasa los 15 minutos de duración, resulta curioso espiar el comportamiento de los visitantes en una exposición compuesta exclusivamente por vídeos. Al principio se mueven como si se tratara de objetos: se acercan, leen la cartela y se quedan un ratito inquietos, de pie, intentando dar un sentido a las imágenes. Sin embargo, cuando una secuencia les atrapa, ves como les agarra casi físicamente y les empuja hacia el sofá, hasta aplastarles contra los cojines y dejarles desplomados, ajenos a lo que acontece su alrededor, en un pragmático despliegue del poder del cine.
La aproximación lúdica y la belleza de los dibujos no intentan ocultar la dureza de obras que hablan de violencia y prevaricación, como El eje del mal, de Cristina Lucas, en la que una madre y una hija limpian el baño de los gérmenes nocivos mientras un transistor emite las noticias del avance de las tropas invasoras en Irak. Dos jóvenes abrazados marcan el tiempo que les llega desde los auriculares mientras miran el vídeo de Susanne Jirkuff, donde Bush, Rice y Powell dan inicio a ritmo de rap a la Operación Justicia Infinita en Irak. ("De justicia nada, ¡pero infinita sí lo es!", comentan con la voz demasiado alta de quien es temporalmente sordo). A su lado se proyectan tres obras de Feng Mengbo que materializan la brutalidad de la Revolución Cultural china, dos de Kota Ezawa que plasman un universo marcado por la futilidad de la rebelión y una de Carlos Amoral que enfrenta al espectador al terror individual e irracional. Las miradas vagamente angustiadas de los visitantes delatan sus sensaciones... quizá todos compartimos el destino del pescado del vídeo de Yusuke Sakamoto: cocinado lentamente a la plancha.
La violencia del hombre asume múltiples formas y no se dirige sólo hacia sus semejantes. Los cambios del paisaje y su degradación causada por las actividades humanas protagonizan los fascinantes dibujos en blanco y negro de Hans Op de Beeck, que se van fundiendo y superponiendo, de modo que las mutaciones se hacen evidentes sólo cuando ya han acontecido... justo como en la realidad.
El frescor tan grato al principio se va tornando un frío glacial. Sin duda la culpa la tiene un desmedido aire acondicionado, pero la inquietud que transmiten las obras no es ajena al creciente deasosiego. Sin embargo, es una inquietud que se traduce en ansia por ver más... aún hay obras y además están los vídeos a la carta y la sala de cine... En fin, definitivamente hay que volver, una o más veces, la exposición es gratuita y está abierta hasta el 8 de octubre, para la temperatura una chaqueta es suficiente, para el frío del alma, ya es otra cosa.
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