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Columna
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Apaga y vámonos

Cuentan que nueve meses después del gran apagón de Nueva York, la natalidad se disparó en la ciudad; sumidos en la oscuridad y encerrados en sus casas, sin un mal programa de televisión que echarse a los ojos, muchas neoyorquinas y neoyorquinos redescubrieron entonces el entretenimiento más antiguo del mundo y el más barato, aunque sólo a corto plazo porque las posibles secuelas del acto no llegan con un pan debajo del brazo, sino más bien con un agujero en cada mano, consumidores voraces de biberones y pañales desechables, de zapatos y de colegios, que siempre son de pago aunque la enseñanza sea gratuita. A oscuras, muchos de los copulantes no supieron encontrar el cajón de los preservativos o, a lo mejor, decidieron ignorarlo y entregarse sin freno a sus instintos más primitivos y pertinaces, porque cuando las luminarias de la civilización se apagan, las personas civilizadas suelen experimentar una regresión al pasado cavernícola.

La naturaleza, que es sabia y más previsora que las compañías eléctricas, aunque a menudo igualmente imprevisible, resucita los atavismos primigenios quizás como un mecanismo de defensa y supervivencia. Hoy falla la luz, mañana puede que falte el agua y se acabe la gasolina y, si estas cosas ocurren, la ciudad más moderna se convierte en una improductiva e ingrata colmena y los hogares convencionales se transforman en cubiles inhóspitos, la ley de la selva se impone a la del asfalto. Sin comida ni bebida al alcance de sus manos, los seres civilizados se ven forzados a buscar el sustento por sí mismos en un medio hostil y prácticamente aislados, pues las sociedades humanas se descomponen rápidamente en tales circunstancias, los vínculos sociales y laborales se disuelven rápidamente e incluso se resienten los de parentesco, pues quién no tiene una tía en Omaha, en Puerto Rico o en San Sebastián de los Reyes.

Si el gran apagón hubiera durado más, en cuanto se hubieran corrompido y arruinado los alimentos del refrigerador, hasta los más conspicuos ciudadanos, respetuosos con la ley y el orden, se habrían visto obligados a ganarse el pan de cada día en la selva callejera, encuadrados en las volátiles turbas de saqueadores de almacenes, supermercados y comercios de alimentación. Luego, a salvo en sus guaridas, tendrían que descongelar y cocinar los frutos de su rapiña, haciendo una hoguera con los muebles, empezando por los más inútiles, como la mesita del televisor.

Sin agua y sin luz, la civilización urbana desaparecería en un santiamén y volvería a sumirse en el caos primigenio. Por eso hay quien piensa que los apagones que acaecen puntualmente en Madrid cuando llegan los calores del verano serían una especie de aviso, de advertencia previa de ese Apocalipsis que podría estar a la vuelta de la esquina y que no se anuncia con clarines ni timbales, sino con estas pequeñas grietas que van apareciendo en la realidad cotidiana y que, no hace falta conocer la ley de Murphy para comprenderlo, se irán haciendo cada vez más grandes hasta resquebrajar y demoler el edificio global, torre de Babel con los cimientos de barro y la cabeza en las nubes. Un buen apagón de vez en cuando conciencia a la población sobre la precariedad de nuestra confortable civilización y sirve para activar nuestros más olvidados mecanismos de supervivencia.

En materia de apagones, Madrid está a la altura de metrópolis como Nueva York y Los Ángeles, que ya han sufrido semejantes advertencias. Piadosos y prudentes herederos de Noé, muchos ciudadanos estadounidenses llevan décadas construyendo arcas a prueba de bombas y almacenando en ellas víveres y suministros para sobrevivir en el más absoluto aislamiento familiar durante el mayor tiempo posible.

Los madrileños no son tan precavidos pero parecen más resignados ante lo inevitable. Con 40 grados a la sombra, sin aire, sin televisión y sin semáforos, los madrileños no se han dado al saqueo, ni se han manifestado airadamente frente a las sedes de las empresas eléctricas responsables, empresas privilegiadas y subvencionadas, empresas mimadas que maltratan y estafan impunemente a su clientela, que acumulan beneficios y escatiman kilovatios desde sus subestaciones, infraestaciones, obsoletas.

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