Para ser feliz, más vale no proponérselo
Los economistas solemos ser gente de bastante sentido común -mejorando lo presente. Por ello, me alegró leer lo que escribía una colega británica en el Financial Times hace pocas semanas. El nuevo director del colegio de sus hijos les había anunciado la introducción de un curso sobre "cómo mejorar sus oportunidades de experimentar la felicidad, la buena salud, un sentido del logro y un compañerismo duradero".
Y escribía la economista: "Me parece que no se les debe enseñar que pueden esperar ser felices -y los otros tres temas no parecen tener un fundamento mejor. Yo diría que hay que enseñarles a trabajar esforzadamente, comer adecuadamente, hacer ejercicio regularmente y tratar a sus amigos como ellos quisieran que sus amigos les tratasen". Y añadía la opinión de un general norteamericano: "Los mejores y más felices momentos de la vida vienen cuando uno está bajo presión haciendo algo que es una causa buena".
Me parece una buena manera de enseñar a nuestros hijos que la felicidad no es un resultado, sino una conquista. Me queda la duda de si, efectivamente, es eso lo que les enseñamos. Y hay razones profundas para hacerlo. Los filósofos presentan el problema que llaman "de la máquina de la felicidad". Supongamos que existe esa máquina, de modo que si me conecto a ella, conseguiré todas las sensaciones placenteras que pueda desear: ser la persona más inteligente, la más querida, la más saludable, la más realizada... La he probado una vez, dos, cien, y nunca me ha defraudado: no tiene contraindicaciones. ¿Vale la pena conectarse a ella para siempre, suponiendo que el problema de la conservación de la vida estuviese resuelto?
La respuesta unánime es no. Lo que la máquina me proporciona es un paréntesis, fuera de mi vida. Yo sólo puedo ser feliz viviendo mi vida: tomando decisiones, equivocándome, aprendiendo y rectificando; descubriendo cuáles son los callejones sin salida y poniendo las bases para que las próximas decisiones sean mejores. Yo no puedo prever qué me va a hacer feliz dentro de un año, pero sí puedo decidir ahora aquello que va a hacer menos probable que sea infeliz y, sobre todo, puedo decidir ahora aquello que, probablemente, me va a permitir ser más feliz en el futuro.
Lo decía, con otras palabras, la economista del artículo del Financial Times: trabajar esforzadamente -la causa buena y el trabajo a presión a que se refería el general-; comer bien y llevar una vida sana -es decir, no ponernos voluntariamente en peligro de experimentar daños importantes: aprender de los errores y corregirlos-, y tratar a los amigos como nosotros mismos querríamos que nuestros amigos nos tratasen.
Esto significa, primero, tener amigos, estar abiertos a los demás. La felicidad es una conquista que ha de lograr cada uno de nosotros, pero no solo, sino con otros: este es otro de los motivos del fracaso de la "máquina de la felicidad". Esto no quiere decir que sólo seamos felices mientras estamos con otros: a menudo, los mejores momentos los tenemos cuando anticipamos el encuentro con nuestros amigos. En todo caso, amigo no significa compañero de botellón, sino, como decía san Agustín, compañero del alma: alguien a quien queremos bien, alguien para el que queremos algo bueno -y aquí incluimos a los compañeros de trabajo, a los vecinos, a las personas con las que nos cruzamos por la calle... Incluso si somos personas con pocos amigos de verdad, encontraremos la felicidad en el trato con esos que son menos amigos.
Pero hay que tratar a los amigos como nos gustaría que ellos nos tratasen a nosotros. Esto es la ética. No puedo ser feliz si no me preocupo de hacer felices a los demás. La felicidad, en definitiva, no es el resultado que para mí tiene mi interacción con los demás, sino el resultado que para mí tiene mi intento de ayudar a los demás a ser más felices, a ser mejores. Pero esto es algo así como dar el doble salto mortal sin red, con la esperanza de que, al final, caigamos de pie y no nos hagamos daño.
Naturalmente, hay sucedáneos de la máquina de la felicidad. Pero leía hace poco en la reseña de un libro sobre drogas psicotrópicas, tipo Prozac: "Estos medicamentos, que se están prescribiendo ahora a niños, pueden inhibir en ellos el desarrollo de las mismas capacidades que les pueden hacer genuinamente felices". Viva el Prozac cuando uno está deprimido, pero no para comprar la felicidad. Lo mismo vale para el botellón, las fiestas de fin de semana, los videojuegos, muchos ratos de Internet... Decía bien mi colega británica: hemos de enseñar a nuestros hijos a trabajar bien, a presión, en causas justas; a no cometer errores graves, a aprender de ellos y a corregirlos; a abrirnos a los demás y a preocuparnos de ellos.
Antonio Argandoña es profesor del IESE.
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