Los muebles
Hay una canción de Gilberto Gil que enumera los atributos que tienen las cosas: masa, volumen, tamaño, posición, temperatura, etcétera. Al final de esta inspirada letra, que escribió Arnaldo Antunes para la pieza del músico brasileño, nos enteramos de que a pesar de todo lo que tienen, "las cosas no tienen paz". Esta canción, aparentemente simple, revela una verdad profunda: ese sillón que nosotros vemos tan ancho y relajado en el salón es una pobre cosa que no deja de esforzarse por ser lo que es, porque de otra forma, si no trabajara con ahínco para mantener su masa, su volumen y su tamaño, sería un montón de materia, o cuando menos un mueble vencido. Un mueble relajado y pacífico se desvencija y se condena a que el dia dels trastos su dueño, harto de que su mueble golfo le recuerde a su padre que era un borrachín, lo abandone delante de la portería, para que se lo lleve un camión del Ayuntamiento, o un vecino al que no le molesten los sillones disipados. A mí, por ejemplo, no me molestan los muebles disolutos, antes que una silla que se comporte, prefiero los rechinidos vitales de una silla viciosa. Hay una esquina en Barcelona donde los miércoles amanecen muebles perdularios estupendos, pero antes de abordarla pasaremos por Ikea, donde las cosas no tienen paz, ni tampoco la tiene quien compra un mueble desarmado en piezas, con el que más tarde tendrá que vérselas, tendrá que sostener una batalla (¡mueble o muerte!) que probablemente perderá, o quizá, como me ha pasado a mí, terminará ganando la batalla equivocada y, después de horas de sudorosa faena, en lugar de la estantería que compró, lo que habrá logrado armar es una mesita para el teléfono, a la que le sobran el 70% de las piezas. Pero no todos tienen problemas para armar los muebles, hay personas muy hábiles que se han armado su casa completa, y para los que no contamos con esa bendición, ahí mismo hay quien a cambio de una tarifa proporcional, va a tu casa y monta el mueble por ti. Una vez que se eligen los muebles en Ikea, hay que internarse en una bodega donde, como bien sabrán ustedes, hay que localizar los códigos de lo que se ha elegido y transportarlo todo en un carro grande, largo y plano que hay que ir controlando por pasillos e islotes atestados de mercancía, por medio de unas agarraderas que parecen orejas; el trabajo de recorrer pasillos y esquivar islotes, con uno de estos carros llenos de muebles es muy duro, hay que tener un vistoso juego de cintura y una descomunal resistencia en las pantorrillas; para dar vuelta hacia la derecha, hay que torcer la mitad superior del cuerpo hacia el lado donde se desplaza el carro, y de la cintura para abajo hay que pegar una carrerilla hacia la izquierda, de pasos cortos porque los bajos del carro estorban. Si se cierran los ojos en el momento de la maniobra, se tiene la sensación de que Dumbo va caminando de culo por los pasillos, mientras nosotros, sujetándolo por las orejas, tratamos de conducirlo a buen puerto.
Las cosas no tienen paz, y tampoco nosotros cuando los muebles de casa son muebles currantes, que insisten en mantener, su forma, su textura y su densidad. La semana pasada aproveché para dejar un mueble currante, una silla de plástico rojo que me agobiaba con su entereza, delante de la portería, y al día siguiente comprobé, con cierto enfado, que seguía ahí. Luego intenté deshacerme de ella dejándola delante de la portería de un edificio que está en otra manzana, y el resultado fue el mismo, quizá porque se ve tan nueva que nadie se atreve a llevársela. El domingo aproveché la comida que habían organizado unos amigos en Ullastret y les dejé la silla en el comedor; desde entonces, cada vez que cruzo la portería para salir a la calle, tengo el temor de que la silla roja, como esos gatos de los que no puede uno deshacerse, haya regresado. Pero había escrito más arriba sobre una esquina de Barcelona donde, algunos miércoles, aparecen muebles relajados y con mucha paz, es la esquina que hacen la calle de Mandri y el paseo de la Bonanova. Un día vi ahí un perchero con cabeza de león, y una cómoda pequeña de color verde y vivos rojos y azules, ideal para el dormitorio de los niños. Otro día, una mañana de tráfico intenso y caras largas frente al volante, vi un par de silloncitos de color marrón, que esperaban desenfadadamente al camión dels trastos, parecían dos viejos jubilados, y un poco libertinos, dedicados a mirarles las piernas a las chicas que pasaban (tenían la altura ideal para ello). Fui a mirarlos de cerca y calculé que quitándoles las manchas y arreglando la pata de uno de ellos, podrían quedar muy bien en mi salón. Me senté en cada uno y comprobé el buen estado de los resortes (ahí fue donde descubrí qué era lo que miraban con tanta atención los sillones libertinos). Evalué la situación y decidí que no me los llevaría, que no tenía derecho a devolverles su aspecto, su función y su textura, que no era correcto, a sus años, reconvertirlos en muebles currantes y quitarles la paz. "Ahí se quedan, par de tarambanas", les dije, y luego seguí con mis asuntos.
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