La letra y la sangre
Creo, sinceramente, que el ser humano progresa y se civiliza a base de palos. La tendencia a la perversidad, a la vulneración de las normas, es consustancial con nuestra especie y se pone de manifiesto desde la primera infancia. El niño busca, instintivamente, el enchufe de la luz para meter los deditos y destruye, con instintiva maestría, el tibor de porcelana que trajo un tatarabuelo de Filipinas. Desde los primeros momentos de su vida en sociedad, el menor tiende a la pereza, al desdén por el esfuerzo, el gusto por los recreos y la aversión hacia la disciplina. Por mucho que disguste, sigue siendo cierto que la letra con sangre entra.
Acaba de entrar en vigor el carnet de conducir por puntos, con las posibilidades de perderlo y afrontar multas, que no se sabe bien cómo pueden cobrarse, entre tanta gente como conduce un automóvil que sólo es suyo en una ínfima parte, mientras afronte larguísimos plazos. La campaña ha sido escalofriante, pero, a mi entender, bien orientada, porque amenaza con darle un tiento a lo que el ser humano estima -corrientemente- más que la vida: la cartera.
Al cabo de más de un siglo de la aparición de los automóviles, aquellos viejos cacharros, que tanto se parecían a los landós, los faetones, las calesas, con poca más velocidad que la de los tiros de caballos, el invento se ha perfeccionado sin pausa. En el Madrid de los años veinte, los señoritos se pavoneaban de haber "coronado Perdices" a 70 por hora y se quitaban desdeñosamente los guantes afirmando que "apestaban a volante".
Desde entonces, paralelamente, han mejorado la mecánica de los coches y el pavimento de las carreteras. Puedo recordar, sin esfuerzo, la odisea que en los años cincuenta suponía un viaje Madrid-Gerona. Había que aprovisionar de gasolina en la capital; luego, en Zaragoza y, finalmente, en Barcelona, porque no había otras estaciones de gasolina intermedias. Compartiendo el camino con carros tirados por mulas, los pinchazos, muy a menudo producidos por los clavos de las herraduras desprendidos, eran peripecias inevitables: extraer la rueda, desmontar la cámara de goma, localizar el pinchazo, aplicar el parche y comprobar en un recipiente de agua si la reparación había sido correcta. Aparte de una o dos ruedas de repuesto, era frecuente pasar por el trance de aquellas interminables y penosas manipulaciones.
Cien años después, aquella prehistoria es prácticamente desconocida y cualquier persona mayor de 18 años puede manejar un vehículo capaz de alcanzar, sin aparente esfuerzo, los 180 kilómetros por hora, y me refiero a los automóviles más usuales y al alcance de cualquier financiación.
La mortandad en carretera, en realidad, no es, desde la estadística, excesiva: los accidentes laborales son mucho más frecuentes, pero hacen bien las autoridades en intentar corregir esa hemorragia que parece cebarse, con especial encono, en la juventud. Las anteriores campañas terroríficas dieron pocos resultados, si la causa es el alcohol o los narcóticos, pero, volviendo al comienzo, estimo prudente y atinado aumentar la cuantía de las multas y, más coactivo y exitoso, la posible retirada del permiso de conducir. La aflicción económica puede ser satisfecha por los padres o por fáciles insolvencias, pero lo otro está más certeramente planteado.
Me tengo por un conductor prudente y sería raro no serlo a edad tan avanzada, pero hace unos meses, conduciendo por una carretera comarcal a las nueve de la mañana, ante una larga recta, bien conocida por mí, en época aún invernal, sin apenas tráfico, ni turistas, ni vías coincidentes, fui multado por haber sobrepasado el límite de velocidad, lo que era cierto. No le recomiendo a nadie que discuta con agentes de tráfico; en muchos casos hacen este trabajo por imperativos recaudatorios. En aquél y tantos otros, la posibilidad de un accidente era parecida a la de que a uno le caiga un rayo durante una tormenta. Al día siguiente fui a una oficina de Correos y pagué sin rechistar -con una rebaja del 30%- la multa, que creía -y creo- totalmente injustificada. Pero, desde ese momento, vivo pendiente de las advertencias que marcan la velocidad a la que se puede circular, sin preguntarme si aquellas advertencias son correctas o arbitrarias. Y dejándome adelantar por quienes, todavía, no han sido multados.
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